El sistema político español, nacido de la Transición tras la dictadura franquista, ha sido frecuentemente defendido como un modelo de éxito en la consolidación democrática. Sin embargo, desde una perspectiva contrahegemónica, esta narrativa dominante es objeto de crítica por perpetuar desigualdades estructurales y mantener el poder en manos de élites políticas y económicas.
La Transición española (1975-1978) es considerada por muchos como un «pacto entre élites». En lugar de una ruptura con el régimen franquista, el proceso fue una negociación que aseguró la continuidad de las estructuras económicas y políticas de la dictadura. La Constitución de 1978, aunque formalmente democrática, se construyó bajo la sombra de una oligarquía que buscaba preservar sus privilegios. Como ejemplo, los pactos de Moncloa que sentaron las bases para una transición controlada, donde los sectores populares quedaron al margen de las decisiones críticas.
Según estudios como los del politólogo Vicenç Navarro, la Transición consolidó una democracia limitada. Este sistema, sostiene Navarro, no solo excluyó a gran parte de la izquierda revolucionaria sino que también aseguró que el poder económico siguiera en manos de las familias vinculadas al franquismo.
Desde 1982, el bipartidismo ha dominado el panorama político español, con el Partido Popular (PP) y el Partido Socialista (PSOE) alternándose en el poder. Aunque ideológicamente opuestos en apariencia, ambos partidos han implementado políticas similares en aspectos clave, como la gestión de la crisis económica de 2008. Estas políticas incluyeron recortes sociales, privatizaciones y reformas laborales que precarizaron aún más a la clase trabajadora.
Este fenómeno ha sido descrito por sociólogos como José Manuel Naredo como «neoliberalismo bipartidista». En su análisis, la alternancia en el poder entre el PP y el PSOE es una estrategia para perpetuar el mismo modelo económico y político, desmovilizando a la ciudadanía y neutralizando la oposición real.
El sistema electoral español, basado en la Ley d’Hondt, favorece a los grandes partidos y penaliza a las formaciones minoritarias, especialmente a aquellas de ámbito estatal. Esto genera un Parlamento que no refleja la pluralidad política real del país. Además, la falta de mecanismos efectivos de participación ciudadana refuerza la percepción de desconexión entre las instituciones y la población.
El 15M de 2011 marcó un punto de inflexión en esta crisis de representación, con millones de personas demandando una democracia más participativa y transparente. Sin embargo, el surgimiento de nuevas formaciones como Podemos, inicialmente visto como una alternativa, se diluyó al integrarse en el sistema que pretendía transformar.
Una de las críticas más contundentes desde una visión contrahegemónica es la captura del Estado por parte del poder económico. Las puertas giratorias entre políticos y grandes empresas son un ejemplo recurrente de cómo las élites económicas influyen en la legislación y las políticas públicas.
Un informe de Oxfam Intermón reveló que España es uno de los países de la Unión Europea con mayor desigualdad económica. A pesar de su recuperación macroeconómica tras la crisis del 2008, esta riqueza no se ha traducido en una mejora para la mayoría de la población. Mientras tanto, el IBEX35 registra beneficios históricos, reforzando la brecha entre ricos y pobres.
Desde esta perspectiva, la solución no pasa por reformas superficiales ni por el mero cambio de partidos en el poder. Se requiere una ruptura con el modelo actual, que priorice los intereses de las mayorías trabajadoras sobre los de las élites.
El sistema político español, lejos de ser un modelo ideal, es una maquinaria al servicio de las élites privilegiadas. Desde una visión contrahegemónica, el reto no es adaptar el sistema a las demandas populares, sino transformarlo radicalmente para construir una verdadera democracia popular.