domingo, octubre 13, 2024

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Mary Beard y sus delirios multiculturales

En la etapa de decadencia final del Imperio, la permisividad con el asentamiento de los bárbaros en tierras del Imperio lo destruyó desde dentro.

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Hace no mucho, El diario El Mundo publicaba un titular ciertamente sorprendente: «Los romanos vencieron porque abrieron sus fronteras». Ante esto suponemos que la mayoría de los lectores pensaron que esta afirmación seguramente sería una de tantas afirmaciones de algún “influencer” woke, cuyo único texto conocido por el mismo donde se menciona el nombre César fuese en la sección de ensaladas de su restaurante de confianza en Malasaña. Pero al lado de esta rimbombante y categórica afirmación venía un nombre de apariencia anglosajona: Mary Beard.

Y no, Beard no es una portavoz “racializada” del Partido Laborista británico (de cuyos congresos te expulsan si no hablas en lenguaje inclusivo). Nos encontramos ante una de las principales divulgadoras de historia antigua —especialmente romana— en el ámbito anglosajón (cuyas traducciones también tienen una amplia difusión), vinculada a la prestigiosa universidad de Cambridge. Más allá de sus libros, alcanzó el estrellato por ser la directora de los documentales sobre historia de Roma de la BBC.

Beard también tiene un vínculo con nuestro país, aunque de dudoso honor. En el año 2016 fue galardonada con el premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales. Resulta curioso cómo existiendo un numeroso elenco de servidores de Clío y su arte, que aportaron grandes investigaciones sobre nuestra historia, como por ejemplo Pierre Vilar, se acabe galardonando a gente como Raymond Carr (discípulo del racista Gerald Brenan, cuya tesis principal de la historia de España era que Primo de Rivera había llegado al poder porque los españoles eran aficionados a los toros…), o a esta curiosa divulgadora británica que defiende retrospectivamente la política de fronteras abiertas. 

Para no pecar de simplismo, detengámonos un poco más en las declaraciones de la autora, como por ejemplo: «Los romanos ganaron no por ser más agresivos o más inteligentes, ni por ser más militaristas: vencieron porque abrieron sus fronteras a todos. Esto los hizo aumentar su fuerza de combate». Resulta curioso cómo una supuesta eminencia de la historiografía antigua exalte tanto el carácter multiétnico de los Estados en los albores de la historia. Por un lado, debemos saber que esa mezcolanza cultural de los estados antiguos era consecuencia de las guerras de rapiña y los saqueos de carácter imperial, de la que el propio Imperio Romano es uno de los ejemplos paradigmáticos. Si bien a los derrotados en estas guerras se les abrían dos opciones: o la esclavitud o el servicio en la milicia —de modo subalterno. También es cierto que el mundo romano ofrecía cierta tolerancia si recibía una sumisión sin resistencia por parte de las élites recientemente subyugadas. Este sincretismo se evidencia con claridad en el ámbito religioso, enriqueciéndose el panteón romano después de cada conquista. 

Ahora bien, por encima de todo este entramado de tolerancia cultural y étnica, estaba el propio Estado, y concretamente la figura del Emperador, cuyo culto era obligatorio —y es la razón principal de la persecución a los cristianos, porque su monoteísmo no era compatible con el culto imperial. Pero más allá de estas cuestiones, si nos centramos en el momento donde el problema fronterizo se arrecia, a partir del siglo II, con las incursiones de grandes contingentes de población germana —denominados como «bárbaros» por su forma particular de hablar. Por esto es una falacia que Roma «abrió sus fronteras», ya que inicialmente se opta por la fortificación de las mismas, con los Limes, estructuras militarizadas de carácter fronterizo —siendo una de las más sonadas el Muro de Adriano, situado en las Islas Británicas. Pero en la etapa de decadencia final del Imperio, ante la imposibilidad de la contención, la estrategia que se sigue es la permisividad del asentamiento de los bárbaros en tierras del Imperio, firmando una especie de pacto de cesión a cambio de ayuda militar, conocidos como Foedus, siendo el más conocido el firmado en el 415 entre el rey visigodo Walia y el emperador Honorio. El resto es Historia: estos pactos no se sostuvieron en el tiempo y los bárbaros acabaron destruyendo el Imperio desde dentro, para luego saquearlo y repartírselo entre ellos.

La cuestión fronteriza se relaciona intrínsecamente con otra cuestión, la de la ciudadanía romana, ante lo cual la autora nos comenta: «La ciudadanía romana era algo que se compartía, no se mantenía a resguardo. No creo que podamos seguir tal cual ese camino, pero creo que sería interesante acercarse a su versión de lo que era Europa». Aquí vemos cómo Beard no solo se olvida de lo que en su día fueron las Guerras Sociales, sino que parece simpatizar con la medida de Sumar de regulaciones masivas como forma de resolver el problema migratorio en el mundo (¿Cómo no se les habría ocurrido a esos «locos» romanos?). Ya a nivel más básico la autora no parece entender que cuando una cuestión se generaliza hasta convertirse en algo común acaba perdiendo la esencia misma por la cual se creó. Pero más allá de la propaganda woke, vayamos a la Historia para dilucidar lo que era la ciudadanía en el Imperio Romano. La ciudadanía nace en los albores —mezclados de mitología— de la propia ciudad de Roma, y no deja de ser un recurso político creado para reservar el poder político a un número reducido de familias —las gens— que monopolizaban los resortes de Estado romano hasta casi la fundación del Imperio. Pero algo que la autora no cita en sus declaraciones (de nuevo, no sabemos si por afán sintetizador o por ignorancia), y es que en Roma no solo existía la ciudadanía romana, sino que también existía la latina, una especie de rango intermedio entre ciudadanos de pleno derecho y plebeyos, pensada para las poblaciones de la península itálica, de las cuales se necesitaba su alianza para poder expandirse por el Mediterráneo. Por lo tanto la afirmación de que «se compartía», no es aplicable a la etapa inicial del desarrollo de la ciudad de Roma.

A lo que suponemos que se refiere la autora es a la ampliación que la ciudadanía sufre en la época imperial. Inicialmente la latina se extiende a todos los habitantes del Imperio con el Edicto de Vespasiano (año 74 de nuestra era), y posteriormente la romana mediante la Constitutio Antonina (año 212). Pero ante estas evidencias sentimos dudar del esquema presentista que Mary Beard debe tener en su cabeza, ya que al contrario de lo que ella se piensa, cuando te llegaba el DNI a tu casa con la efigie de Caracalla y el sello del SPQR esto no iba acompañado de la cartilla de la seguridad social, la matriculación de tu prole al colegio público más cercano o una paguita por haber sufrido perjuicios por el colonialismo romano, sino que al lado de la carta del DNI había otra cartita en la que te explicaba que ahora junto al gran honor de ser legalmente hijo de Dea Roma, tendrías el inmenso privilegio de poder aportar fiscalmente al monstruoso y corrupto aparato imperial romano, y que si no lo hacías las penas iban a ser realmente severas.   

En otras ocasiones que sale a la palestra, la divulgadora prosigue aumentando su recopilatorio de declaraciones ridículas sobre el carácter étnico-racial de los pobladores de Britania en el Imperio Romano. Yo creo que ante estas afirmaciones no hace falta conocer mucho de la historia de Roma, por lo cual no me explayaré sobre lo ridículo que resultan estas «cuotas raciales retroactivas» en películas y series —y como vemos también en la divulgación histórica. Pero quizás sí que hay que dar alguna pincelada sobre historia contemporánea, ya que resulta sorprendente cómo este tipo de tendencias se asemejan a las justificaciones nazis de la superioridad racial blanca, pero ahora resultaría que la raza superior no era la blanca, sino la negra. De este «racismo a la inversa» ya habló Michel Clouscard en su libro El capitalismo de la seducción, a él me remito pues. 

Para concluir, no queremos olvidar las declaraciones de la autora afirmando: «Odio la Historia popular, ya sea en libros, televisión o cine, que trata a los espectadores como idiotas», pues con su seriedad ante la misma no parece demostrarlo.

Los derroteros por los que se aventuran las academias de Humanidades en Europa son realmente preocupantes, no resultando extraño que luego bibliotecas públicas y librerías se encuentren copadas por autores como Erns Nolte, Antony Beevor o Pío Moa. Como dijo un historiador de verdad, Edward Hallet Carr, compatriota de Beard: en sus tiempos cuando un compañero hablaba de «decadencia de Occidente» estaba seguro que lo hacía añorando los tiempos en que los profesores tenían servicio y no tenían que lavar la vajilla. Aplicado a nuestros tiempos, podríamos parafrasearlo, al modo de que Beard, lucrándose sin escrúpulos de hacer apología de esa decadencia, nos lleva a pensar que no es ella precisamente la que friega su taza de té cuando se han acabado las pastas.

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