Como tantas veces, una parte importante de la población opina sin saber. El viejo dicho de que es mejor estar callado y parecer idiota que abrir la boca y confirmarlo debería aplicárselo mucha gente, con independencia de su nivel de estudios, su clase social o su filiación política. Estamos, en efecto, es habitual sentar cátedra sobre asuntos que ni conocemos ni entendemos, con el consiguiente riesgo de hacer el mayor de los ridículos.
Uno de los ámbitos en los que este patrón se manifiesta con especial claridad es cuando se habla de la industria farmacéutica. Ni siquiera muchos médicos comprenden bien cómo funciona. A menudo se la presenta como una suerte de actor moralmente sospechoso, acusado de lucrarse con la enfermedad y de no ofrecer gratuitamente medicamentos que salvan vidas. Pocos entienden —por simple que sea el concepto— que la industria farmacéutica es un negocio, del mismo modo que lo son la industria alimentaria o la textil. Existen, por tanto, prácticas que pueden ser cuestionables, como las hay en cualquier sector.
Hay quienes creen que, como los medicamentos curan, deberían ser gratuitos. Nada más simple, infantil. Resulta sorprendente que un adulto pueda emplear este argumento para atacar a la industria farmacéutica sin reparar en su inconsistencia. Esta narrativa, tan extendida como simplista, parte de una confusión fundamental: atribuir a empresas privadas responsabilidades que no les corresponden y, por tanto, mezclar de forma torpe el papel de la industria con el del Estado.
Desarrollar un fármaco no es un acto de filantropía, sino el resultado de un proceso largo, altamente regulado y extraordinariamente costoso. Los plazos medios desde la idea inicial de un enfoque terapéutico hasta el lanzamiento de un medicamento se sitúan en torno a los 14 años (Paul et al., 2010). Durante este proceso se invierten miles de millones de euros y, además, existe una elevada probabilidad de fracaso. De hecho, la mayor parte de las propuestas nunca llega a comercializable. Ese riesgo económico, asumido casi en su totalidad por capital privado, es precisamente lo que hace posible la innovación farmacológica.
Pretender que las farmacéuticas “regalen” sus medicamentos por el mero hecho de que son necesarios implica ignorar no solo cómo funciona la ciencia, también los sistemas económicos y sanitarios. Que un bien sea esencial no elimina los costes asociados a su investigación, desarrollo, fabricación y control. Del mismo modo que no se acusa al propietario de un restaurante de asesinato porque no distribuye gratuitamente su comida en un mundo donde existe el hambre, no tiene sentido atribuir a una empresa privada la obligación de resolver problemas estructurales de acceso a la salud. Tampoco se acusa a un político con una vivienda de cientos de metros cuadrados de asesinar a niños que mueren en la indigencia por no compartir su patrimonio privado y proporcionarles una solución habitacional.
Y es aquí donde volvemos al punto clave: la incapacidad para comprender que la provisión de bienes y servicios básicos para la vida, cuando se considera socialmente necesaria, es una función del Estado, no del empresario privado. Nadie exige a los propietarios de hoteles que regalen sus habitaciones a personas sin hogar; es el Estado quien puede financiar albergues o contratar servicios a entidades privadas para atender a sus ciudadanos. De la misma manera, la responsabilidad de garantizar el acceso a determinados medicamentos recae, en última instancia, sobre los Estados.
Son los Estados quienes recaudan impuestos y quienes deben decidir, mediante políticas públicas, qué tratamientos se financian, en qué condiciones y para quién. Y son las empresas farmacéuticas las que invierten miles de millones y décadas de trabajo en crear nuevos fármacos. Solo en el supuesto de que la investigación y el desarrollo de un medicamento se realizasen íntegramente con fondos públicos tendría sentido hablar de gratuidad en origen, puesto que el coste ya habría sido asumido colectivamente. En el resto de los casos, afirmar que un medicamento “debería ser gratis” no es más que un argumento infantil, cuando no directamente absurdo.
El desarrollo clínico de un medicamento no es un proceso rápido ni lineal. Desde el primer estudio en humanos hasta la aprobación regulatoria, el recorrido suele prolongarse alrededor de una década —más aún en áreas como la terapia génica— y se estructura en tres grandes fases de ensayos clínicos. Durante ese tiempo, la mayoría de los candidatos fracasan (Roland et al., 2024). La probabilidad global de éxito desde la Fase I hasta la autorización de comercialización se sitúa en torno al 10%; es decir, nueve de cada diez proyectos en los que se han invertido cientos de millones de euros no llegan nunca al mercado (Smietana et al., 2016; Roland et al., 2024).
Así, los datos empíricos sobre los costes de desarrollo farmacéutico desmienten muchas de las ideas simplistas que dominan el debate público. Las estimaciones disponibles varían de forma notable en función de la metodología empleada, de los costes incluidos y del área terapéutica analizada. Algunos estudios incorporan elementos habitualmente excluidos de los cálculos más restrictivos —como los proyectos fallidos, el coste de capital y la duración prolongada del proceso de desarrollo—, lo que eleva las estimaciones de los costes de I+D ajustados hasta una mediana de 708 millones y una media de 1,31 mil millones de dólares por fármaco desarrollado (Mulcahy et al., 2025). Otros trabajos, utilizando supuestos más amplios o diferentes conjuntos de datos, amplían aún más este rango y sitúan el coste total de llevar un medicamento al mercado entre 314 millones y 4,46 mil millones de dólares, dependiendo del área terapéutica y del enfoque metodológico adoptado (Sertkaya et al., 2024). Esta dispersión refleja la complejidad y la incertidumbre inherentes al desarrollo farmacéutico y pone de manifiesto la fragilidad de los discursos que ignoran estos factores al juzgar el papel económico y moral de la industria.
Este cálculo resulta aún incompleto si no se incorpora un elemento central del proceso de innovación farmacéutica: el fracaso. Cuando se incluyen los costes asociados a los proyectos que no llegan al mercado, el gasto medio por medicamento aprobado se eleva hasta 515,8 millones de dólares. Y si, además, se consideran los costes de capital —es decir, el coste de oportunidad del dinero invertido durante años sin retorno—, el coste capitalizado medio esperado asciende a 879,3 millones de dólares, con un rango que va desde 378,7 millones en antiinfecciosos hasta 1.756,2 millones en fármacos para dolor y anestesia (Autor, año).
Estos datos se producen, además, en un contexto económico poco compatible con la narrativa de beneficios fáciles. Entre 2008 y 2019, la industria farmacéutica en su conjunto experimentó una caída del 15,6% en las ventas, mientras que, de forma simultánea, aumentó de manera significativa la intensidad de inversión en I+D, que pasó del 11,9% al 17,7% de los ingresos (Autor, año). En el caso de las grandes compañías farmacéuticas, la tendencia fue similar: la intensidad de I+D aumentó del 16,6% al 19,3%, mientras que las ventas crecieron de forma moderada, un 10%, pasando de 380.000 a 418.000 millones de dólares en ese mismo periodo. Aun así, los estudios señalan que el coste del desarrollo de nuevos medicamentos se mantuvo relativamente estable o incluso pudo haber disminuido, lo que sugiere mejoras en eficiencia, pero no una reducción del riesgo ni de la complejidad inherente al proceso (Autor, año).
En conjunto, estos resultados refuerzan una idea fundamental: el desarrollo de un fármaco es una actividad de alto riesgo, intensiva en capital y con retornos inciertos, que depende de una combinación de éxito científico, viabilidad clínica y aprobación regulatoria. Ignorar esta realidad económica conduce a diagnósticos erróneos y a una atribución indebida de responsabilidades que corresponden, en última instancia, al diseño de las políticas públicas y a los sistemas de financiación sanitaria, no a la demonización de la innovación privada.
Que la industria farmacéutica busque beneficios no la distingue de ninguna otra empresa. Lo verdaderamente absurdo es convertir ese hecho en una acusación moral según la cual las compañías serían responsables de las muertes de quienes no acceden a un tratamiento por no regalar la “cura”. Ese razonamiento, además de infantil, ignora deliberadamente que la garantía de acceso a los medicamentos es una función del Estado, no de las empresas privadas.
Paul, S. M., Mytelka, D. S., Dunwiddie, C. T., Persinger, C. C., Munos, B. H., Lindborg, S. R., & Schacht, A. L. (2010). How to improve R&D productivity: The pharmaceutical industry’s grand challenge. Nature Reviews Drug Discovery, 9(3), 203–214. https://doi.org/10.1038/nrd3078
Roland, A., Fox, W., & Baker, A. (2024). Efficiency, effectiveness and productivity in pharmaceutical R&D. Nature Reviews Drug Discovery.
Smietana, K., Siatkowski, M., & Møller, M. (2016). Trends in clinical success rates. Nature Reviews Drug Discovery, 15(6), 379–380. https://doi.org/10.1038/nrd.2016.85
Sertkaya, A., Beleche, T., Jessup, A., & Sommers, B. D. (2024). Costs of drug development and research and development intensity in the US, 2000–2018. JAMA Network Open, 7(6), e2415445. https://doi.org/10.1001/jamanetworkopen.2024.15445
Abraham, J., & Balendran, G. (2025). The political sociology of NICE: Investigating pharmaceutical cost-effectiveness regulation in the UK. Sociology of Health & Illness, 47(1), e13878. https://doi.org/10.1111/1467-9566.13878
Mulcahy, A., Rennane, S., Schwam, D., Dickerson, R., Baker, L., & Shetty, K. (2025). Use of clinical trial characteristics to estimate costs of new drug development. JAMA Network Open, 8(1), e2453275. https://doi.org/10.1001/jamanetworkopen.2024.53275