Cada aniversario de la Constitución de 1978 vemos cómo políticos y personalidades de izquierda y derecha inundan las redes y los medios de comunicación con mensajes que intentan convencernos de los supuestos éxitos que ha tenido la aplicación de esta Norma en la vida de los españoles. Una Ley que dio vida al llamado régimen del 78 y que prometía más democracia, prosperidad y derechos. Sin embargo, más de cuatro décadas después, es legítimo preguntarse si ese <<régimen del 78>> ha cumplido aquello que prometía o si, por el contrario, ha terminado construyendo un país con menos soberanía, menos bienestar social y una unidad e identidad nacional cada vez más debilitada.
La primera gran grieta es la pérdida de soberanía política, económica y militar. España renunció a su propia moneda, entregó buena parte del control de su política económica a Bruselas y subordinó su capacidad militar a la OTAN. Las grandes decisiones estratégicas del país ya no se toman aquí, sino en instituciones donde los ciudadanos españoles no tienen capacidad real de decisión. Y a esta cesión de soberanía exterior se suma otra interna: décadas de dependencia parlamentaria de los partidos separatistas han convertido la integridad territorial y la cohesión nacional en moneda de chantaje político. El resultado es un Estado cada vez más limitado, más débil y menos dueño de su propio destino.
El segundo gran efecto del régimen del 78 ha sido la transformación cultural y demográfica del país. Bajo el discurso de la apertura y el cosmopolitismo, España ha experimentado una inmigración masiva que lejos de responder a los intereses de los trabajadores, ha coincidido con un deterioro de las condiciones laborales, una sensación creciente de pérdida de referencias culturales propias y un aumento constante de quejas vecinales por problemas de convivencia y seguridad. Todo ello dentro de un modelo migratorio impuesto por los grandes empresarios, más interesados en disponer de mano de obra barata que en la cohesión social del país. Al mismo tiempo, la cultura nacional ha ido perdiendo peso frente a un cosmopolitismo que diluye la identidad española para convertir a los ciudadanos en meros consumidores y ante la expansión del islam en varias zonas del país.
El tercer pilar del fracaso del régimen del 78 es el económico. Lejos de garantizar prosperidad, este modelo ha convertido la vivienda en un bien de lujo inaccesible para amplias capas de la población, ha arruinado al campo español bajo las imposiciones de Bruselas y ha permitido el desmantelamiento progresivo de la industria nacional. La economía se ha orientado hacia un sector servicios precario y de bajo valor añadido, mientras los sucesivos gobiernos han impulsado privatizaciones masivas y han entregado sectores esenciales ( como la energía, telecomunicaciones, transporte, sanidad o vivienda) a grandes empresas privadas y fondos de inversión. A ello se suma el deterioro del sistema educativo, sometido a reformas partidistas y recortes que han erosionado su capacidad para garantizar la igualdad de oportunidades y cohesión social. El resultado es un país sin autonomía productiva, sin estabilidad laboral y con una clase trabajadora cada vez más empobrecida, atrapada en un modelo que sirve más a las élites económicas que al bienestar del conjunto de la población.
A la luz de todo ello, cuesta sostener el discurso triunfalista con el que cada 6 de diciembre se intenta revestir al régimen del 78. Lo que nació como un proyecto que prometía libertad y bienestar ha terminado consolidando un país más pobre y más servil ante las multinacionales y otras potencias extranjeras. Por eso, más que un motivo de celebración, este aniversario debería servir para abrir un debate serio sobre el modelo político y económico que ha llevado a los trabajadores españoles a vivir peor que sus padres. Quizá ha llegado el momento de empezar a escribir una nueva etapa, esta vez al servicio de quienes sostienen el país cada día.