Desde las guerras por el «oro negro», cuyas imágenes televisadas eran el pan de cada día en nuestra infancia, Oriente Próximo ha sido siempre la región del globo convulsa por excelencia, y este último año que abandonamos en breves no podía ser la excepción.
Los temblores de tierra en Siria y Turquía nos lo anunciaron. Pero estos incidentes no impidieron a Erdogán revalidar su satrapía por 5 años más. Fiel a su estilo ha llevado una agenda internacional propia, como se pudo apreciar en sus negociaciones para que Suecia y Finlandia entrasen en la OTAN. Así mismo no le ha gustado nada las quemas del Corán en Suecia y Dinamarca, afirmando que ya nos haría ver a los occidentales como se respetaban las enseñanzas del profeta. Resulta curioso que aún haya gente que piense que Erdogán es la cara amable del islamismo y que un ser que no entiende el concepto de libertad de expresión pueda considerarse parte integrante de Europa. Con respecto a los turcos, tienen ya su tiempo los rumores de una alianza entre Assad y Erdogán (que ocupa varias regiones del norte de Siria), para marchar juntos contra la incómoda Rojava, pero en la práctica aún no se ha producido esa anunciada operación a gran escala contra lo que queda de luz democrática en Oriente.
Y viajando hacia el sur tenemos a ese mismo Al Assad, que parece ver como los oscuros nubarrones sobre su égida en Siria se van disipando, como se ha mostrado a colación de la readmisión de la misma en la Liga Árabe, profundizándose así la normalización diplomática del régimen con aquellos estados que le era opuestos en el pasado.
Si nos sumergimos más en el interior de la región, aún se podían apreciar los ecos de lo que fueron los acuerdos de Abraham y la normalización diplomática de Israel de la mano de Donald Trump. Sin embargo fue bajo auspicio chino, y para sorpresa de medio globo, como se produjeron los pactos de amistad entre las dos grandes –y antagónicas– potencias de la región, Arabia Saudí e Irán. El primero quizás por entender que sus vínculos con Rusia y China son mayores que su tirria por el chiismo internacional, sumado al desgaste ante la cabezonería huttí, y el segundo por su desgaste interno y la necesidad de aliviar la presión externa que sufre el país. Al fin y al cabo son dos países musulmanes, y en el mundo que vivimos ese es un nexo lo suficientemente potente como para andarse con chiquilladas, y si no que se lo digan a los proyectos de alianzas entre los países bálticos.
Pero como todo este panorama no se suele corresponder al panorama de desierto, petróleo, jeques y armas… toda esta concordia saltaba por los aires el 7 de octubre en la salvaje Operación Inundación de Al-Aqsa, rompiendo todo los récords de muertes israelíes –casi todas ellas civiles–, originando la aún en curso Guerra de Sucot, cuyo objetivo por parte de Israel es acabar con Hamás –pero si esta fuera la motivación real, los hebreos deberían apuntar sus cañones hacia Qatar, no hacia Gaza–, para lo cual se ha ocupado la parte norte de la Franja, aún con la sospecha de una posible continuación de la incursión hacia el sur, lo que dejaría a los gazatíes desamparados en medio de la península del Sinaí.
Esta reactivación de un conflicto latente ha reorganizado a los países musulmanes contra las acciones de Israel, tanto a los más beligerantes –el Eje de la Resistencia– como a otros como Turquía, Arabia Saudí o Marruecos. Pero más allá de la típica bravuconería –Hezbollah en el Líbano es el ejemplo más claro del dicho popular «perro ladrador, poco mordedor»–, sabemos que ningún país de la región se atreverá a agredir a Israel mientras esta se encuentre bajo el resguardo de Estados Unidos. Solo el futuro nos dirá si el islamismo latente en la región –antisemita y antioccidental por definición– se conjugará con la incapacidad de que los americanos sigan siendo la policía de medio mundo.
Y para ir cerrando nos podemos detener en uno de los principales valedores de ese Eje de la resistencia islámica, el país de los persas. En Irán, la muerte de la kurda Mahsa Amini a manos de la Policía de la moral a finales del pasado año desató multitudinarias protestas, y en octubre de este mismo año en similares circunstancias perdía su vida Armita Garavand. Esto volvió a reproducir protestas en el país, pero de inferior magnitud que las anteriores. Si bien esta menor efervescencia social podríamos achacarla a la carencia de una organización medianamente articulada en el país que pueda conducir el descontento popular. Sin embargo el caldo de cultivo existe, y es cuestión de tiempo que la posibilidad de cambio sea irreversible.
Finalmente se ha producido la COP28 en los Emiratos Árabes Unidos, un despropósito a todas luces que solo evidencia lo hipócrita de la lucha contra el cambio climático desde el poder. Así mismo, los recientes movimientos en la región se han dado en torno al comando de Arabia Saudí sobre la OPEP –de la cual se ha desvinculado recientemente Angola–, y su política de recortes en la producción que no está logrando los resultados esperados, y se sospecha que el próximo años se podría dar una inundación de crudo saudí para desbancar a sus numerosos competidores. Y aunque lamentamos decirlo, esto no se traducirá en una rebaja sustancial del precio de los combustibles.
Todo este panorama nos deja abierto una serie de escenarios de cambio, y de antiguas dinámicas –como la israelí-palestina– que están mutando, ante lo cual la pregunta que cabría preguntarse es en qué medida existe el potencial de que los países musulmanes del Oriente Próximo –junto con el norte de África– puedan conformar un bloque geopolítico propio, y hacia qué lado de la balanza entre China y Estados Unidos se acabarán decantando.