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¿Y si Europa cae?

Ha calado en las últimas décadas la visión simplista de que Europa encarna lo «malo», y todo lo que se le oponga es positivo, pero ¿realmente esto es así?

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Aunque predecible, siempre resulta sorprendente la primera vez que lees la opinión que le merecía a Federica Montseny la dictadura de Franco, afirmando que esta era positiva para la causa ácrata, ya que ante la brutalidad del régimen las masas se alzarían espontáneamente al ver lo “mala” que era. En tiempos con valores como aquellos resulta surrealista que una personalidad política tan notoria, que llegó a ser ministra republicana, defendiese de esa forma pueril la fórmula de «cuanto peor, mejor».

Y aunque nos pueda parecer una fórmula propia de gente infantil que se acerca a la militancia política para «vivir experiencias», lo cierto es que es un principio que se ha extendido de forma rápida por el maltrecho panorama político occidental. Especialmente ha trasmutado desde los tiempos en los que Montseny lo utilizada para legitimar el fascismo, dando forma a una simplista: «Si Europa cae, el mundo se liberará».

Esta tesis es pura fantasía, no tiene en cuenta el funcionamiento de la realidad. Además se trata de una mezcla entre metafísica y moralismo, ya que se asocia a Europa lo «malo» de forma absoluta, por lo que todo lo que se oponga a ella –desde el indigenismo hasta el islamismo más radical– es «bueno». La realidad no funciona así, sino que funciona en base a contradicciones, que son la base del movimiento, y de la resolución de las mismas.

Y no negaremos esa contradicción dentro de la misma Europa. Del Viejo Continente partieron las expediciones de españoles y portugueses que comenzaron a conquistar lejanas y ricas tierras –de leyendas negras hablaremos otro día–, que fueron el precedente para que ingleses, franceses y belgas tomaran nota y se repartieran en mundo durante el siglo XIX. Pero en Europa fue donde comenzaron a surgir las primeras voces críticas con respecto al colonialismo y a la esclavitud –en las regiones oprimidas la élites habitualmente miraban para otro lado si no era modificado su status quo, y las masas solo ofrecían formas de resistencia intuitivas y poco articuladas–. Es en Europa donde, tras los cimientos del «paso del mito al logos» y el principio de la navaja de Ockham, comienza a florecer una serie de corrientes de pensamiento que no tienen parangón en otras latitudes, llegando así a teorizar por principios como Libertad e Igualdad, que, a pesar de ser el primero pensado a nivel económico y el segundo al recatado nivel jurídico, calan hondamente en las masas del continente, que pelearán de forma decidida por aplicarlos en la realidad, y una vez conseguido esto le sabrán a poco y se avanzará aún más allá de estos marcos de lo que se denominan las «primaveras» del Continente. Debemos pensar por ejemplo que en el mundo islámico no se ha superado aún el ideal de Sumisión, que en su día tuvo su papel de progreso en comparación a la vida en el desierto, y que somete por lo tanto también a cualquier otro ideal que pretenda rivalizar con él.

Y fue precisamente en ese momento en que las masas pidieron más donde Europa se diferenció del resto del globo. Nunca el mundo vio, quizás ni sirviendo el remoto ejemplo de Espartaco y sus huestes, tan grandioso movimiento, tanto por la cantidad de gente que movía, ni por la entrega de esa misma gente, ni por lo radical y revolucionario de sus planteamientos. El movimiento obrero, acunado en Europa, fijaba como meta la emancipación del género humano, el inicio de la Historia para la humanidad. Y a los que tanto les gusta ir de historicistas, es cierto, hubo quien firmó los créditos de guerra para disparar a sus hermanos, pero en eso consisten las contradicciones que citamos en el inicio. Y fue precisamente lo ingente de este movimiento lo que motivó lo desmesurado y brutal de la resistencia que se intentó erigir para frenarlo. Contra las tonterías que se vierten hoy en día, los europeos no somos los más firmes defensores del fascismo, sino sus principales víctimas.

Y lo mismo ocurre si cruzamos el charco. Estados Unidos siempre ha sido un país diferente, más de cowboys que de revoluciones adelantadas a su tiempo. Pero sin embargo hasta aquí se peleó con ímpetu, y no por nada celebramos el 1 de mayo a los mártires de Chicago. ¿Justifica entonces ese «Europa debe caer» que se arrasase atómicamente Norteamérica, tal como Fidel Castro y el Che –máximos adalides de la antiimperialismo pueril– querían? ¿Qué culpa tenía el trabajador medio americano de lo que sus burócratas hiciesen en su «patrio trasero»? Y ya retrotrayéndonos a hoy en día, ¿son Putin o Erdoğan los futuros liberadores del mundo, arrodillando a Europa y haciéndola caer?  No me hagan reír.

Y con esto no quiero hacer un alegato simplón a favor de la Europa de la UE y de lo woke. Y no negaré que a Europa se le ha ido de las manos lo del libertinaje. Pero aun así queda mucho por lo que luchar. Y no me vengan ahora los tarados con la camiseta del Che a hablar de si nacionalsocialismo ni no sé qué. Los nazis llevan casi 80 años haciendo sus cosas de nazis, siendo folclóricos de cómo les quedaron las posaderas tras el paso de los soviéticos por Berlín. Quienes se han cargado Europa son todos esos partidos «comunistas» que mientras vivían del rédito de aquellos que dejaron ese nombre en lo más alto, se dedicaban a demolerlo todo y a derrumbar la fabulosa obra en la cual no debieron nunca haber puesto un pie. Ellos son los culpables de la situación en la que estamos, en una situación en la que no nos podemos plantear la transformación de Europa, sino tan solo la lucha encarnizada y heroica por su defensa a ultranza, porque si Europa cae, el resto del mundo caerá con ella.

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