De todos es sabido que la Mona Lisa, más popularmente conocida como la Gioconda, ha sufrido diferentes ataques durante sus muchos años de estancia en el museo del Louvre de París. Desde su robo en 1911 y paradero desconocido durante los 2 años siguientes, hasta lanzamientos de pintura y otros objetos como piedras o tazas a lo largo del tiempo, e incluso un reciente tartazo en 2022. Todos estos atentados han resultado infructuosos contra la obra de arte, al menos en gran medida (solo la pedrada tuvo alguna consecuencia visible sobre la pintura).
Con el paso de los años, los encargados del Louvre, ante la posibilidad de nuevos actos vandálicos, han ido dotando al cuadro de medidas de seguridad como un cristal blindado, una lámina de policarbonato Danpalon, o una barandilla para mantener la distancia con los visitantes. Con estos antecedentes, a nadie le hubiera resultado extraño un nuevo ataque, y menos por las razones absurdas que nos acontece al estar de lamentable actualidad.
En este reciente 28 de enero, la Gioconda era rociada con sopa, sin llegar a sufrir daños, por dos activistas ecologistas del grupo ambientalista Riposte Alimentaire («Respuesta Alimentaria»), reivindicando el derecho a una alimentación sana. Las activistas, tras lanzar el alimento al lienzo y escabullirse bajo la barandilla de seguridad, se plantaron frente a todos los presentes al grito de «¿Qué es más importante? ¿El arte o una alimentación sana y duradera? ¡Nuestro sistema agrícola está enfermo!». Riposte Alimentaire se atribuyó la protesta en su cuenta de la red social X (Twitter), argumentando que a través de esta «acción no violenta exigen el establecimiento de una seguridad social alimentaria sostenible». La dirección del museo anunció que tomará medidas legales contra la organización, y Rachida Dati, ministra francesa de Cultura, declaró que ««ninguna causa podría justificar que la Gioconda fuese atacada».
Este acto se suma a la nueva moda de activistas medioambientales que cometen vandalismo contra obras de arte. Desde que en 2022 arrojasen un pedazo de tarta contra la Gioconda, diferentes organizaciones han llevado a cabo actos de vandalización «reivindicativos» en museos de todo el mundo. Algunos de estos grupos responden al nombre de Just Stop Oil, Letzte Generation Österreich, Futuro Vegetal, Rebelión Científica, Extinction Rebellion, o Ultima Generazione, y sus protestas siempre giran en torno a la crisis medioambiental.
Así, hemos visto como activistas climáticos lanzaron puré de verduras a «El sembrador» y sopa de tomate a «Los girasoles» de Van Gogh, puré de patata a «Les Meules» de Monet y a «Los pajares» de Barberini, o un líquido negro sobre «Muerte y vida» de Klimt. En otros casos pegaron sus manos contra «La primavera» de Botticelli, en «Masacre en Corea» de Picasso, o en «Las majas» de Goya entre otras acciones. En la mayoría de los ataques, las obras no llegan a recibir daños gracias a los cristales de seguridad y otras medidas, aunque ha habido algún caso que sí han llegado a sufrir pequeños deterioros, y en el caso de «La venus del espejo» de Velázquez, se llegó a destrozar el cristal a martillazos.
De nuevo, nos encontramos ante acciones irracionales de movimientos ecologistas liberales y marcadamente posmodernos, que insisten en culpar al ciudadano y al consumo individual, y en lugar de atacar a las grandes empresas que amenazan nuestra sostenibilidad con su modelo productivo, atacan al patrimonio artístico mundial. Estos actos ridículos y anarquizantes, que a la larga solo generan repudio y aversión hacia la causa ecológica, no son respuesta a la crisis climática que sufre el mundo. El amor por el arte no empobrece el planeta, tratar de destruir un cuadro no sirve de nada contra el calentamiento global, y si acaso se trata de un intento de llamar la atención de la población, decididamente lo hace de forma muy negativa y contraproducente (lo mismo ocurre con la otra nueva manía de los ecologistas de bloquear autopistas mediante sentadas masivas, sin importar que estén importunando y acosando a ciudadanos que no tienen culpa de nada).
En última instancia, más que acciones de protesta, estas no dejan de ser una moda surgida de forma espontánea a raíz de un hecho aislado, perpetrado por activistas que pretenden erigirse como los nuevos revolucionarios del siglo XXI ante la crisis climática. Aunque a lo largo de la historia se ha atentado (de forma muy poco habitual) contra obras de arte con fines reivindicativos, toda esta oleada de ataques responde a una nueva tendencia en boga, a otra transgresión enmascarada bajo un supuesto disfraz de la revolución. Tanto la «combatividad» como los frutos de estas acciones son cero.
De momento, esta forma inútil de protesta parece que continuará ejerciéndose desde estos grupúsculos, que no comprenden que intentar destruir el arte no cura al mundo de la catástrofe climática, y que ningún acto de gamberrismo cambiará las políticas suicidas de ningún gobierno o de una gran entidad contaminadora. En cambio, hay altas probabilidades de que obras históricas acaben arruinadas por estas protestas que no conducen a nada, salvo a desprestigiar la lucha ecologista y a reforzar las contradicciones del inconsecuente modelo de producción de las grandes empresas.