miércoles, octubre 16, 2024

Este 12 de octubre

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No se trata de celebrar sólo lo que hemos sido: eso sería profundamente reaccionario y, por tanto, política y socialmente estéril. Tampoco se trata de celebrar lo que somos: hoy vagamos por el mundo juntos, a la fuerza, entre enfrentamientos y discordias, sin dignidad y sin memoria. Me gusta pensar que el 12 de octubre conmemora –más bien– lo que seremos: esa Patria renacida y libre que sirva a un proyecto común y a un futuro acogedor y justo.

A mi edad, uno cuenta con la perspectiva necesaria para saber de qué demonios puede estar orgulloso después de tantos años: a qué cosas puede abandonarse alegremente mientras cierra los ojos y en qué cosas podemos encontrar una cálida sensación de hogar mientras el mundo se derrumba –sin freno ni piedad– alrededor de tu escritorio. Y uno no puede menos que sentir un infinito orgullo de formar parte de este peculiarísimo rincón del mundo. Orgullo al comprender que este país es un caótico conjunto de ideas encontradas y de virtudes y defectos que, en su conjunto, no sólo nos hicieron grandes, sino que –no os quepa la menor duda– nos llevarán de nuevo a serlo. Lo somos todo y lo contrario. Codicia y generosidad, valor sin fisuras y rectitud sin tacha junto a la villanía y a la traición ignominiosas, ingratitud y elogio, versos, dislates, insultos y sonetos: pecado y santidad, blasfemia y mística, océanos y charcos, inspiración, trabajo, sacrificio, martirio y pobreza. Todo eso –y muchísimo más– es España. Este pequeño país al extremo de Europa siempre cansado de mirarse el ombligo y siempre, a la vez, anhelando salir de su ensimismamiento mediante singladuras asombrosas. España de nuestra ventura y desventura. La España eterna que subsiste como idea por encima de banderas y de siglas y de toneladas de cieno y de basura. La idea que nos hace felizmente distintos al resto del género humano.

La España que celebramos cada 12 de octubre no pedirá perdón, Señora Sheinbaum. Porque reconoce la absoluta grandeza de Don Hernán Cortés y porque –en un lugar de honor de nuestra arquitectura emocional– está la entrada de los quinientos en Tenochtitlán llevando al frente a su Capitán y al Pendón de Castilla –como lo está la salida de allí en la Noche Triste– y como lo están Alvarado, Ordás, Olid, Escalante y Bernal Díaz. Porque llevamos en nuestro corazón a todos y cada uno de ellos y porque, en los momentos de nuestra particular tristeza, también nos han dicho en voz baja y al oído aquello de «vamos, hermanos, apretad los dientes y seguid adelante cuesta arriba, que así lo quiere Dios con la ayuda de vuestras mercedes» y porque también nos acordamos de los valientes tlaxcaltecas que forjaron –junto a sus camaradas de armas– una de las más asombrosas alianzas que los siglos han visto. Porque todos hemos tenido una Otumba en nuestras vidas. Y tal vez un Rocroi... aunque eso vendría mucho después.

No pediremos perdón, Señora Presidente. No lo haremos no sólo porque reventamos de orgullo, sino porque –dejando siempre al margen mentiras históricas y supinas ignorancias– aquellos viejos veteranos de las Guerras de Italia –eternos exiliados de una tierra pequeña, ingrata, reseca y sin pan– violentos y pendencieros, absurdos y bravos, sufridos y honorables y padres de todas las virtudes e hijos de todos los defectos, deberán ser el germen de lo que los españoles podremos ser los años venideros. Porque ellos, Señora Sheinbaum, no se han limitado a crear el país maravilloso que Usted tiene la suerte inmensa de gobernar, sino que también van a dar voz y ejemplo a nuestros compatriotas del futuro.

Usted y yo moriremos, Señora Sheinbaum. Nos iremos de aquí y nuestro recuerdo –el mío desaparecerá mucho antes porque Usted tendrá fotografías y retratos al óleo en los edificios oficiales y porque su nombre quedará incrustado en una ya larga lista de Presidentes generalmente ineficaces y casi siempre corrompidos– se desvanecerá al morir la última persona que nos ha conocido. Pero España –esa España que es a la vez oscuridad y luz y envidia y prodigalidad y sacrificio y valor y poemas y romances– seguirá tan tenazmente inspiradora, tan fértilmente viva, como lo estaba aquella mañana en Tenochtitlán en 1.521. Cuando se anunciaba un nuevo mundo y cuando todo –todavía– parecía posible. Y porque –acaso con más suerte que nosotros– es posible que las nuevas generaciones de españoles también escucharán sus voces.

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