Aún recuerdo lo sorprendente que fue estudiar cómo se desarrolló el 68 en Italia, y cómo el espectro neofascista se comportó ante el mismo. Por ejemplo, es curioso cómo en la famosa «Batalla de Valle Giulia», un enfrentamiento campal entre los estudiantes y la policía, un primero de marzo de 1968, en las cercanías de la Facultad de Arquitectura de la romana Universidad de La Sapienza. Resulta que en ella, militantes izquierdistas lucharon hombro con hombro con militantes de extrema derecha y neofascistas, empuñando ambos lemas vacuos e inicuos como el recurrente «No a la cultura dei padroni» o el «Fuori dall’università partiti e polizia». Estas mismas protestas fueron las que inspiraron a Pasolini a escribir su poema «El PCI a los jóvenes», en el que señalaba que los policías eran los únicos trabajadores presentes en las mismas.
Por esos años también surgieron las teorías que abogaban por un «nazi-maoísmo», con teóricos como Adriano Romualdi y Claudio Mutti. Más allá del mero historicismo, lo que nos prueban estos hechos es que la derecha en bloque no rechazó mayo del 68, sino que más bien fue expulsada del mismo. Sus símbolos, su retórica, su argumentación, formaban parte del pasado, ahora la reacción debía ponerse otros ropajes si quería seguir vigente, y así lo hizo.
Pero ya ha llovido mucho desde entonces, y las cosas están cambiando. La propia derecha lo sabe, de ahí que gran parte de sus líderes, los que no han quedado anclados en el pasado, han decidido actualizarse, y en su mesilla comenzaron a aparecer libros de Gramsci. Todo esto hace surgir el término de «Batalla cultural», ya que la derecha considera que es en este campo donde ha perdido más terreno, y no solo eso, sino que se le da importancia al ámbito de la estética, las redes sociales, las jergas, una importancia nunca antes vista.
De esta forma vemos cómo no solo la izquierda asume el posmodernismo en su conjunto, sino que la derecha trata de modelarlo en su interés. Así, la derecha también asume la concepción del constructivismo cultural a ultranza, cuando sus primos del bigote y la zarpa en alto lo que defendían era la supremacía por encima de todo de «lo natural». Pero tras estas remodelaciones post-68, a la derecha le faltaba salir de internet -donde con fenómenos como Trump o Bolsonaro, han demostrado que se han ganado un puesto privilegiado-, y actuar en la calle. Recientemente hemos visto cómo hasta en España a la derecha se le ponía en bandeja una causa con la cual sacar la bandera y mancillarla para hacer populismo y partidismo con ella.
El periodista Ricardo Marquina afirma que, por su pasado reciente, en Rusia a la gente le cuesta mucho salir a la calle. Podríamos aplicar esto mismo a la derecha en España, ya que ganar una guerra, vender el país a Estados Unidos y construirte una Transición en la que «todo cambia para que nada cambie» son labores agotadoras, que condujeron a la derecha a estar más cómoda en el sofá de casa compartiendo videos de Milei o Jordan Peterson.
Pero lo que más curioso resulta de todo esto, y por eso traemos a colación a Valle Giulia en el inicio, es que al parecer la derecha solo sabe imitar a los “antifas”. Solo hay que sustituir al perroflauta por el cayetano, al politoxicómano de los Bukaneros por el de Ultra Sur. De esta forma, lo único que vemos es una romantización de la revuelta callejera, de la juventud, de la violencia, de una bandera que solo se asocia a un campeonato mundial de fútbol, del enfrentamiento contra la policía. Si bien, hasta el momento este enfrentamiento no se ha producido. Expertos en la materia afirman que esto se debe a la ley física que relaciona proporcionalmente la velocidad de un manifestante para alejarse de la carga policial con su posición (en este caso la de sus padres) en el escalafón social.
Vivimos en tiempos de simulación, de imitación sin reflexión previa, de «animación maquinal», en palabras de Clouscard. De esta forma, lo que antaño fueron motines, revueltas, o incluso revoluciones, hoy se traducen en actos simbólicos de repetición mecánica de lo que en un tiempo pasado tuvo su sentido, que hoy lo pierde totalmente para ser transformado en «postureo» en las redes sociales, que con el tiempo pasará a lo anecdótico, como un finde en la playa o la última borrachera con los colegas.
Por lo tanto, la pregunta central de nuestros tiempos es: ¿qué diferencia al «antifa» del «fascista»? Ambos se necesitan y se retroalimentan. Cualquier movimiento que pretenda ser transformador de la realidad, tanto en sentido progresivo como reaccionario, debe escapar a esa dicotomía y tomar su propia senda al margen de modas de otros tiempos.