Un ilustre alemán de canosa y frondosa barba dijo aquello de que comúnmente en la historia la comedia sucedía mecánicamente a la tragedia (alguien que sin duda sabía de historia…), pero dudo que hasta un hombre de amplias miras como aquel se pudiese imaginar que en los tiempos de la innovación técnica sin precedentes, por contra los fenómenos sociales y políticos en Occidente acabarían siendo un bucle de las más burdas repeticiones, hasta llegar al paroxismo.
Y es que han vuelto las acampadas pobladas por los estertores de lo que en su día fue el movimiento hippie que, aunque se partía de un estadio bajo, ha sufrido una degradación difícil de igualar, al igual que toda la izquierda. Y es que los hippies no son ni la tragedia original. Si queremos buscar a un hippie primigenio podríamos encontrarlo ya en la antigua Grecia, en la peculiar figura de Diógenes, un nihilista que creía en la degradación individual y el aislamiento social como método de resolver los problemas de su tiempo. Pero como decimos, por lo menos este cínico (entiéndase en términos de escuela filosófica, no en el sentido despectivo) predicaba con el ejemplo. Sin embargo los hippies actuales han llegado al punto de seguir copiando métodos que en su día se demostraron ineficaces. Mientras que en 1917 se organizaban sóviets para organizar a los soldados en el frente, que acabaron llevando a sacar al Imperio ruso de la guerra, en los 60 los hippies acusaban a los obreros que eran usados como carne de cañón en Vietnam como «escoria belicista», mientras sus papis –que indirectamente necesitaban que la maquinaria de guerra americana siguiese funcionando– ponía el dinero para que ellos pudiesen seguir fumando porros y leyendo a Mao en las facultades en las que ni asistían a clase, declarándose «objetores de conciencia», pero viviendo de las sobras que escupía el imperialismo yankee, tal como nos describe genialmente Clouscard.
En el punto actual los defensores de la paz en Palestina se han pasado el juego, ya que de ser los tontos útiles del imperialismo y el globalismo han pasado a… ¡defender a islamistas! Y es que cualquiera que pretenda un cambio en relación al escenario de Palestina –y de Oriente Próximo en general– no solo debe levantar la voz contra el sionismo, sino que debe denunciar también a Hamás como el principal verdugo del pueblo palestino, y si no, que la gente se pregunte por la situación humanitaria en Yemen y por lo que hacen los hutíes para remediarla. No, señores, no es lo mismo la autodeterminación de un pueblo como el palestino, que la causa del islamismo. Uno es un movimiento de legitimidad democrática, de carácter laico y de progreso, mientras que el otro solo sirve a intereses espurios de países muy ajenos a los palestinos –y que usan a Israel como justificación para legitimar sus satrapías medievales–, además del carácter milenarista y antisemita que lo convierte en lo más oscuro que pueda existir sobre la faz de la tierra.
Mientras tanto, la mayoría de analistas y periodistas en lugar de señalar la farsa de los «defensores de Palestina», lo que hacen es…¡pedir que también se acampe por Ucrania! No subestimemos este hecho, ya que a los hippies no hay que calentarlos mucho en relación a defender la expansión de la OTAN y la vuelta a Europa de una guerra fría inventada –de nuevo la retórica de primero tragedia y luego comedia, amplificada en todos los sentidos–.
Y es que el panorama de los medios y de los movimientos políticos es repulsivo. Y mientras esta ridícula reedición del «hipismo internacional» se lleva a cabo, nadie dice nada de lo que está sucediendo en Armenia, o de lo que está pasando con los cristianos en África, o con los blancos en Sudáfrica… Y es que vivimos en un mundo en que se nos ha vendido la idea de que la abundancia y el desarrollo han moldeado una nueva realidad líquida, que crea nuevos paradigmas totalmente ajenos a los que se sucedían en el pasado. Esta visión, por lo menos en Occidente, ha calado porque una gran parte de la población ha crecido sumergida en esa fingida superabundancia que les ha hecho creer que su vida iba a ser totalmente diferente a la de sus antepasados.
Si reflexionamos sobre esto, nuestros antepasados nacían encuadrados en esquemas muy rígidos enmarcados en su dura situación vital: conseguir superar la infancia lo antes posible para que su fuerza de trabajo comenzase a tener valor y dejar de ser un sujeto meramente pasivo, una vez logrado partirse el lomo para conseguir salir adelante cueste lo que cueste, y esto siempre en relación con otra gente con la cual se colaboraba y en relación a un determinado lugar, creando un sentimiento de arraigo, patriótico. En este proceso se tenía la idea de la reproducción como un deber ineludible y natural, y esto provocaba toda una serie de usos culturales y vitales de profundo arraigo histórico –remontables a los albores de la civilización, del homo sapiens sedentarizado–. Sin embargo, nuestras generaciones han perdido esas referencias, esos marcos, lo que abre una gran oportunidad para redefinirlo todo sin limitaciones pretéritas, pero al mismo tiempo abre el gran abismo del nihilismo y de que caiga en el olvido incluso las funciones vitales más básicas –el trabajo, las normas sociales, la convivencia social, las responsabilidades con la comunidad, la reproducción y la cultura–. Sobre los esencialismos podríamos debatir hondamente, pero resulta estúpido afirmar que el ser humano carece de ciertas esencias vitales de las que se tiene que hacer cargo –que precisamente son las que nos definen como humanos–. De momento vagamos sin rumbo, nos cuesta mirar a nuestros predecesores y separar lo retrógrado de lo esencial, nuestra identidad es difusa, cuando nuestros tiempos –y cada vez más– se están endureciendo y complicando. De nosotros depende comprender este fenómeno y conducirlo a la senda del progreso y el avance. Y es que, si no, estos tiempos sin identidad, sin valores firmes, llevan a muchos a la oscura idea de que existen unos genocidios que molan, y otros que no.