La tensión cambiaria en Argentina ha dejado de ser un asunto de pantallas financieras para transformarse en un problema cotidiano. En apenas unos días, el Banco Central vendió más de mil millones de dólares para intentar contener la escalada del tipo de cambio, que ya superó los 1.500 pesos. El riesgo país trepó por encima de los 1.400 puntos básicos (14 puntos porcentuales), reflejando la creciente desconfianza de los inversores.
El impacto se nota en los datos más duros. En los últimos 19 meses, Argentina perdió 15.000 empresas y 220.000 puestos de trabajo, según cifras oficiales de la Superintendencia de Riesgos del Trabajo. A esto se suma la caída del Producto Bruto Interno, que retrocedió un 0,1 % en el segundo trimestre, y el desplome del consumo privado: en agosto bajó un 3,2 % respecto al mes anterior. Restaurantes, supermercados y mayoristas acumulan caídas de ventas en comparación con 2024.
El problema no es solo la falta de dólares: es la ausencia de confianza. Con tasas de interés desorbitadas, financiarse resulta prohibitivo para hogares y empresas. El empresario que necesita capital de trabajo o la familia que recurre a la tarjeta de crédito se enfrentan a costos imposibles de asumir. Al mismo tiempo, la volatilidad del tipo de cambio bloquea decisiones de inversión y de producción: nadie quiere fijar precios ni asumir compromisos si mañana el dólar puede costar mucho más.
Aquí entra una reflexión clave. Un reconocido economista advertía esta semana: <<Parece que los mercados no se fían de quienes lo fían todo a los mercados>>. La frase condensa una paradoja: el propio gobierno, que busca calmar a los inversores con más ajustes y ventas de reservas, termina generando el efecto contrario. Los mercados perciben debilidad y falta de rumbo, y responden con más presión sobre el dólar y las tasas.
El trasfondo es un círculo vicioso. Cada dólar que el Banco Central vende para frenar la corrida es un dólar menos en las reservas. Sin colchón, crece la vulnerabilidad ante cualquier shock externo. Y mientras tanto, los hogares argentinos ven cómo su capacidad de compra se erosiona a una velocidad que ninguna estadística oficial logra maquillar.
El contraste con las proyecciones oficiales es brutal: mientras el gobierno mantiene un discurso de crecimiento robusto para este año, los datos apuntan en dirección contraria. El problema ya no es si habrá recesión, sino qué tan profunda será y cuánto tiempo tardará en revertirse.
Argentina se enfrenta, una vez más, a la vieja pregunta de fondo: ¿puede sostenerse un modelo económico que depende obsesivamente de la confianza de los mercados financieros, pero no logra generar confianza en su propia sociedad?