Me permitirá el lector empezar este artículo, en el cual habrá también parte de inevitable reflexión, con una anécdota. La semana pasada nos encontrábamos mi pareja y yo de viaje en Londres, que para conocer tan extensa ciudad es ineludible pasar gran parte de tiempo en el metro para recorrerla, en lo que comentábamos acerca del gran talento que tenían muchos de los artistas callejeros que mendigaban unas libras en el subterráneo. Desde saxofonistas a violinistas, pasando por pianistas o cantautores que desgranaban su brillantez acompañados de la guitarra. El punto culminante y un tanto amargo llegó con una jovencísima cantante de ópera, que a sus pies junto al cuenco donde se veían unas pocas monedas, había un cartel en inglés donde se anunciaba para impartir clases de voz o se ofrecía para cualquier otra labor relacionada con su disciplina. Según veíamos a cada persona buscarse la vida mediante la especialidad que mejor se le daba, reflexionamos acerca del talento por descubrir de tantas personas, que queda desperdiciado en el anonimato mientras la radiofórmula cede total cobertura a las aberraciones que tenemos por obligación que escuchar.
No se puede evitar sentir cierta rabia, no solo por el hecho de que a muchas personas no se les permita una oportunidad para demostrar su talento, sino porque desde los medios se catapulta a la fama a personas mediocres que carecen de toda capacidad, sea en el campo que sea o en el que se supone que estos desempeñan sus «aptitudes».
Seamos sinceros: hace mucho que las industrias, sobre todo la musical, apuestan por lo ordinario, lo vulgar, por todo aquello carente de genialidad y ofrecen productos vacíos de consumo rápido, acordes a la inmundicia social de estos tiempos. En el aspecto lírico, la mayoría de estas creaciones van acompañadas de un mensaje ya no carente de contenido implícito, sino premeditadamente degenerado, en el que se resalta lo arrabalero, la decadencia, la exaltación de la necedad y la tontería, el «todo vale» y la desidia como actitud vital.
Hoy en día el arte en todas sus formas es un pestiño totalmente fomentado que se retroalimenta de nuestra realidad social, un producto de usar y tirar, y la música es el sumidero más putrefacto de todos, si acaso a la zaga del cine actual y de plataformas doctrinarias como Netflix. Las competencias de la obra son lo de menos, cuanto más superficial y grosero sea el contenido, mejor acogida parece tener y más apoyo recibe de los mass media.
Estamos curados de espanto ante el insulto al buen gusto que se ponga de moda, más que nada porque siempre habrá alguien dispuesto a crear algo peor al día siguiente, pero siempre hay cosas que pueden poner a prueba nuestra capacidad de perplejidad. Este ha sido el caso de Samantha Hudson al ganar el MTV EMA a la mejor artista española, personaje farandulero e irrisorio que practica una música estrambótica bautizada como Electroqueer. Si el lector no está familiarizado con su estilo puede escuchar (por su propia cuenta y riesgo) en YouTube disparates como «Chula», «Peluchito» o «soy maricón» para hacerse una idea. Que se escuche un par de temas y se cuestione si, acaso, esta era la artista española más talentosa que teníamos para optar a los Ema de MTV.
Algo que llama la atención es cómo todos los medios ponen el foco en la condición de Samantha Hudson de ser la primera «mujer trans no binaria española» en ganar este galardón, dando más importancia a estos detalles irrelevantes que a su «música». ¿Desde cuándo es más importante el género y las características personales de un artista que su propio arte? ¿Acaso estas determinan que esta persona reciba un premio o que se le dedique más apoyo mediático? Rotundamente sí, porque si no perteneces a una minoría «oprimida» o no portas el discurso mainstream de moda, no te comes un colín en el campo que sea. La discriminación positiva y la demagogia es la pauta que te convierte en una celebridad o en un malogrado. Ya no importa que nos cuelen cualquier porquería sin calidad perpetrada por cualquier personaje que carece de toda habilidad, siempre que esté bien integrada dentro de los dogmas sistémicos con los que nos bombardean para consumo y asimilación.
La música se ha visto inmersa en una chabacana vorágine de mal gusto y falta de profesionalismo, cada uno de los artistas del mainstream se pelea por ser el más garrulo, soez, o por ser nombrado el nuevo adalid de la decrepitud social. Hoy la cara más visible de ello en España es Samantha Hudson, mañana será quien consiga excederse en mediocridad y servilismo a la basura que está en boga.
Desde aquí también pienso ya no solo en la calidad del producto, sino en su propia calidad como persona. Al margen de la música que haga y del mensaje que transmita, creo que es más que cuestionable entregar un premio o aupar como referente a alguien como Hudson, que hace declaraciones en sus redes como «Odio a las mujeres que son víctimas de violación y que recurren a centros de autoayuda para superar su trauma. Qué putas pesadas», «Lloro de risa con vídeos de acoso escolar que acaban en suicidio» o «Acabo de pasarle la lengua a mi prima pequeña por su vagina y me ha sonreído. Los pequeños también merecen placer». Creo que una persona que hace este tipo de comentarios no merece recibir premio alguno, da lo mismo si lo ha hecho solo por llamar la atención, por simple provocación o por hacerse la graciosa —aunque no sepamos dónde está la gracia. Este es el ejemplo de la clase de personajes que presentan como ídolos para la juventud, los nuevos portadores de la libertad de expresión y elección. Como activista del movimiento de LGTB, Hudson también adopta un discurso peligroso para los jóvenes acerca de las relaciones sexuales, calificando de abuso sexual cuando una experiencia consensuada no es del todo satisfactoria o te sientes mal contigo tras haberla realizado. Es absurdo, además de nocivo, extrapolar las experiencias sexuales consentidas que no han sido del todo propicias como una agresión sexual.
Y así, los medios y corporaciones como la MTV nos siguen intentando meter con calzador esperpentos como este. En cambio, hay otros tantos talentos jóvenes desaprovechados que tienen mucho que ofrecer y demostrar, que carecen de visibilidad y son condenados al ostracismo para que sigan envenenando el panorama musical sujetos como Samantha Hudson, Bad Gyal, C. Tangana, Morad y demás zafiedad que no tienen nada de positivo que aportar. De todas formas, por mucho que la industria nos los presente como iconos de la actualidad o modelos a seguir, la última palabra siempre la tiene el oyente.
La popularidad de esta gente mediocre e insignificante está en nuestras manos, dejemos de prestar crédito y atención a esta hez.
Anécdota incluida. Texto muy clarito y certero.