2 de noviembre de 2025

Una reforma tributaria que exprime más, pero no mejora nada

Una reforma tributaria que exprime más, pero no mejora nada
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El Gobierno ha sacado pecho al anunciar que la reforma tributaria ha elevado la recaudación en 4.500 millones de euros durante sus primeros nueve meses. Lo presenta como una muestra de eficacia económica y justicia social, cuando en realidad es el reflejo de un Estado cada vez más voraz con sus ciudadanos y menos eficiente en el uso de los recursos públicos.

Recaudar más no es sinónimo de prosperar

La cifra récord no surge de un milagro económico. Proviene de un aumento de la presión fiscal que castiga al pequeño empresario, al profesional autónomo y a la clase media trabajadora. En lugar de incentivar la inversión y el empleo, el Ejecutivo ha optado por la vía fácil: subir impuestos y multiplicar tasas, mientras presume de “solidaridad” fiscal.

El discurso oficial habla de redistribución y justicia, pero el resultado es otro: un Estado más rico y unos ciudadanos más pobres. Las familias ven cómo su poder adquisitivo se erosiona entre la inflación, la subida de precios y una carga impositiva que no deja respiro. Pagar más no se traduce en mejores servicios públicos; al contrario, la sanidad, la educación o la vivienda siguen deteriorándose, mientras la deuda pública alcanza cifras históricas.

La trampa del relato progresista

Desde Moncloa se insiste en que los que más tienen pagan más. Sin embargo, los grandes patrimonios y las multinacionales continúan encontrando resquicios legales y vías de escape. Quien termina soportando el peso del sistema es la clase media, que no puede deslocalizar su empresa, ni crear una fundación, ni eludir el IRPF.

Además, muchas de las nuevas figuras fiscales —como los gravámenes extraordinarios a la banca o a las energéticas— se trasladan al consumidor final. Lo que el Gobierno presenta como un golpe a los poderosos, termina repercutiendo en los bolsillos de todos.

Más recaudación, menos eficiencia

Si la recaudación aumenta, cabría esperar un Estado más solvente y unos servicios públicos mejor financiados. Pero el dinero no se dirige a reforzar la atención primaria, ni a reducir las listas de espera, ni a aliviar la carga fiscal de las familias. Se diluye entre subvenciones ideológicas, duplicidades administrativas y campañas de autopromoción.

El problema de España no es lo que ingresa, sino lo que despilfarra. Y mientras no se aborde una reforma seria del gasto público, cada euro adicional que se recaude servirá solo para mantener un entramado político-burocrático cada vez más ineficiente.

La confianza perdida

La fiscalidad no solo es una cuestión económica, sino también moral. Cuando los ciudadanos perciben que el Estado no administra con justicia ni transparencia, se rompe el pacto de confianza que legitima el cobro de impuestos. España vive precisamente ese punto de fractura: un país donde se exige cada vez más al contribuyente, pero se le devuelve cada vez menos.

El resultado es un clima de desafección creciente hacia las instituciones y una sensación generalizada de abuso. En vez de incentivar la responsabilidad, se castiga la iniciativa. En vez de premiar el esfuerzo, se penaliza el éxito.