Isabel Díaz Ayuso acusando al gobierno del PSOE de traer inmigrantes con alevosía y nocturnidad desde Canarias; Ignacio Garriga (VOX) despachándose con un «lo de la inmigración ya lo advertíamos nosotros y como el Gobierno le de las competencias a los separatistas va a arder Troya»; Aitor Esteban del PNV pidiendo las competencias en inmigración para el gobierno vasco, al igual que han hecho sus homólogos independentistas catalanes de Junts; PSOE, Sumar y todo el espectro de partidos «progres» llamando racistas a quien ose hablar de la inmigración… ¿Qué tienen todos ellos en común?
No hace falta estrujarse mucho la cabeza para pensar en las elecciones europeas del próximo mes de junio, que presumiblemente van a estar marcadas en muchos países de nuestro entorno por el debate de si Europa ha llegado a su límite en la cuestión de la inmigración. Y no es un asunto menor, porque este tema ya ha hecho caer gobiernos en otros países europeos, sobre todo del norte. Aquí, de momento, los partidos van tomando posiciones, pero tiene pinta que ninguno vaya a proponer, de momento, una situación rupturista con el modelo migratorio que lleva padeciendo este país desde hace casi treinta años.
Porque a ver, sí, es cierto que VOX habla de la inmigración, pero sólo para intentar vincular la ilegal proveniente de países islámicos con la delincuencia, y sin hacer mención alguna a la utilización como mano de obra barata del excedente inmigrante por parte de los empresarios. VOX nunca va a señalar los cientos y cientos de personas provenientes de países latinoamericanos que llevan entrando desde hace años a diario por los aeropuertos españoles, enseñando un visado de turista, y sin la más mínima intención de regresar a sus países de origen hasta haber regularizado su estancia en España.
Tan sólo el Frente Obrero de Roberto Vaquero está alzando la voz contra nuestro (y también europeo) fallido modelo migratorio desde una perspectiva de la lucha de clases, mientras espera que los resultados de las próximas elecciones le permitan tener voz en el Parlamento Europeo.
Pero aprovechando que este asunto de la inmigración se ha puesto de moda gracias a los separatistas de Junts, hagamos un poco de memoria.
Si hubiera que señalar el año en el que los españoles empezamos a tomar una mínima conciencia del problema migratorio ese sería 1996. En junio de aquel año, apenas un mes después de que el PP llegara al poder, 103 inmigrantes subsaharianos fueron narcotizados, subidos a un avión militar y desperdigados por varios países africanos. Los más viejos del lugar aún recordamos la chulesca frase del presidente Aznar a colación del asunto: «Había un problema, y lo hemos solucionado».
Como tantas otras cosas que dijo a lo largo de los años, era mentira: en realidad el problema acababa de empezar. España empezaba a ser un destino de escape para los habitantes de países latinoamericanos o africanos que aún estaban en vías de desarrollo, siendo la entrada en vigor en 1998 de la Ley de Vivienda uno de los detonantes del caos migratorio que llega hasta nuestros días.
Esta ley, promovida por el ejecutivo de José María Aznar, dejaba campo libre a promotores de vivienda y alcaldes corruptos a lo largo y ancho del país, que rápidamente comenzaron a inflar la burbuja inmobiliaria que estallaría diez años después.
Y qué mejor que tener a una gran cantidad de gente explotada sin papeles para arrasar los litorales de nuestras costas, o construir en secarrales en medio de la nada. Había muchos amigotes a los que enriquecer.
También comenzó por aquella época el mantra diario en los medios de comunicación, y del que aún hoy en día no se han movido ni un milímetro con la que está cayendo, de: «los inmigrantes vienen a hacer el trabajo que no quieren hacer los españoles», «los inmigrantes vienen a pagar nuestras pensiones», o «los inmigrantes vienen a enriquecernos con su cultura» –todavía no nos han explicado qué enriquecimiento cultural es ver a mujeres con velos por la calle, los crímenes de honor, o los matrimonios forzosos que se producen en algunas de nuestras calles–.
Pero ya en aquellos años, en el propio PP empezaban a ser conscientes de que la inmigración era un problema. El entonces ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja, señaló tres meses después de los violentos sucesos de El Ejido, acaecidos a principios del 2000, que «la inmigración será el problema número uno para la convivencia en España durante la próxima década. Si ETA es un problema del siglo XX, la inmigración será la piedra angular de la convivencia». No soy el fan número uno de este señor, pero es cierto que no pudo ser más profético. Aquellas palabras fueron pronunciadas en la toma de posesión del primer delegado del Gobierno para la Extranjería y la Inmigración, el secretario de Estado Enrique Fernández-Miranda. En dicho acto se lanzó un mensaje claro: la inmigración empezaba a tratarse como un problema de orden público y por tanto de competencia policial, al arrebatar el Ministerio del Interior al de Trabajo y Asuntos Sociales las competencias sobre extranjeros.
El motivo fue claro: al Gobierno no le había gustado mucho la reforma de la Ley de Extranjería que había intentado implementar el que por aquel entonces era el ministro de Trabajo, Manuel Pimentel, por considerarla demasiado laxa. Así que el Gobierno de José María Aznar introdujo 105 enmiendas para endurecerla, algo que la Cámara de las Cortes rechazó. Sería para la segunda legislatura de Aznar, ya con mayoría absoluta, cuando el Gobierno lograría sacar la ley adelante en el Congreso, aduciendo para aprobarla lo que en aquel entonces era algo novedoso para los oídos de los españoles: el efecto llamada.
Y fue la primera vez que la inmigración comenzó a ser utilizada como arma arrojadiza entre los dos principales representantes del bipartidismo, puesto que el PSOE, junto con seis Gobiernos y dos Parlamentos Autónomos, la recurrieron ante el Tribunal Constitucional.
Pero nada podía detener el ansia legisladora del ejecutivo de Aznar en aquellos años con cualquier tema que generase «alarma social», como sucedió con el crimen que el moldavo Pietro Arkan cometió en 2002 en un chalé de Madrid. Este macabro suceso dio pie a los populares no sólo para iniciar una reforma de su propia ley aprobada dos años antes, sino también una reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y el Código Penal para que los delincuentes extranjeros condenados por delitos con penas inferiores a seis años fueran expulsados del país. Tras aprobar las reformas apoyado en el rodillo de su mayoría absoluta, el ejecutivo chocó contra el Tribunal Supremo, que anuló 11 artículos del reglamento que desarrollaba la ley, haciendo saltar por los aires toda su política de extranjería.
Otra vez a empezar. Vinieron nuevos cambios: modificaciones del Código Penal, Civil, la Ley de Bases de Régimen Local, y por supuesto una tercera reforma de La Ley de Extranjería que incluía la regularización de inmigrantes por arraigo laboral que hubiesen podido acreditar un contrato de un año, la permanencia en España de dos años, o vínculos familiares con un ciudadano español u otro extranjero con permiso de residencia. Reforma que nunca llegó a aprobarse por la derrota electoral de los populares tras los atentados del 11M. Según datos de la época, si el borrador de reglamento del PP hubiera visto la luz, los extranjeros que hubiesen cumplido dos años de residencia acreditada para aprobar su regularización, habrían sido 1.340.167 ilegales. Esta cifra habría que sumarla a las dos regularizaciones extraordinarias que implementó el ejecutivo de Aznar, además de una fuerte inversión económica en el vallado de Ceuta y Melilla y el Sistema Integral de Vigilancia Electrónica (SIVE) que fue instalado en el Estrecho y en Canarias, con unos resultados más que discutibles.
Tras su salida del gobierno en 2004, el PP había regularizado a casi medio millón de inmigrantes, dejando un atasco de 400.000 expedientes de extranjeros pendientes de resolución. Pero tras su derrota tocaba estar en la oposición y por tanto hacer cacería política con un asunto que,pasados los años, se ha demostrado extremadamente sensible. Y ahora sería al PSOE a quien le tocaría bregar con el problema.