11 de septiembre de 2025

En defensa de los libros, esos ladrillos de nuestra civilización

En defensa de los libros
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En tiempos en los que acciones como las quemas de libros son presentadas como actos antifascistas, o Mesalina queda como una recatada monja ante «creadoras de contenido» que comparten cama con 100 desconocidos, el estupor mediático es algo ciertamente relativo. Pero siempre hay cabida para una «influenciadora» que suelte la primera barrabasada que se le pase por la cabeza. Y es que por la gente que depende de que alguien le diga como vestir, divertirse, qué comer, cómo gesticular, cómo vivir, solo se puede sentir lástima.

Pues este es el caso de una tal María Pombo, con la cual compartimos nacionalidad. Y es que su alegato podría ser compartido en el punto en que no debería existir una escala social en función de cuantos libros lleves en tu mochila vital. Pero lo que ya no es tolerable es una sociedad en la que sus miembros no se levanten cada día con el deseo de ser un poco menos ignorantes. Y por lo tanto un poco más críticos, por lo tanto un poco más libres. Y es que claro, para María Pompo la libertad es disponer del pecunio necesario para comprarse X prenda de ropa, que así será comprada -o admirada si no se dispone de fondos- por miles de personas que aspirarán a ser como su exitosa influenciadora de confianza. Miles de clones de otros clones, consumidores que solo aspiran a consumir.

¿Para qué se quiere tener conocimiento pudiendo consumir?. Pero es que nuestra influenciadora de moda se olvida que para consumir previamente alguien ha debido realizar ese objeto o servicio de consumo. Así mismo María Pombo no se debería quejar si la gente que la rodea solo sabe hablar como tema de conversación del tiempo, o si de todas las películas que salen en el cine son iguales, planas, aburridas y simples. Ya que con qué autoridad se le podría decir al director que cómo no se le ocurre leerse el Quijote o la Odisea para inspirarse, porque total ¿para qué sirve el conocimiento?.

Se podría argumentar que en tiempos tecnológicos  y ante la evidencia de que nuestro cerebro tiende a retener mejor la información si es recibida por canales audiovisuales, los libros son unos objetos obsoletos del pasado. Pero esto sería erróneo, ya que no es solo que los libros sean el único medio por donde se pueden transmitir una serie de ideas tan complejas que no son abarcables en formato audiovisual. Lo que nos aportan los libros son precisamente antídotos para los tiempos aciagos que vivimos: tal es la necesidad de situarnos con nosotros mismos en silencio y concentrarnos profundamente en una sola acción; además de ser la única ventana a gente sabia que vivió en los tiempos anteriores a la eclosión del mundo audiovisual.

Y como una cosa no se puede separar de la otra, nuestra civilización ha tenido como cimentación esos mismos libros. En ningún otro rincón del mundo se encontrará una red de bibliotecas y un mercado de libros más amplio y extenso que en Europa, incluso con una red amplísima de profesionales consagrados al saber, algo que ni siquiera los sacerdotes de los templos de la antigüedad se podrían haber imaginado. Tampoco olvidemos que hay hordas que están deseando tomar nuestra atalaya que se rigen por un solo libro, un libro escrito de forma borrosa hace 14 siglos, un libro que les grita que desprecien todos los otros libros y que arrasen y asesinen a aquellos que se atreven a leer esos libros.

Nadie debería tener derecho a creerse más por leer más libros que otra persona, pero sí que deberían volver aquellos tiempos en que las personas con una gran biblioteca a sus espaldas eran escuchadas y admiradas, incluso puestas en horarios de máxima audiencia. Ante la percepción de que su interlocutor ha leído más que uno mismo, la respuesta lógica de una civilización sana debería ser hacer un esfuerzo por tratar de leer un poco más. Si John Reed nos impresionó a todos cuando nos contó que a comienzos del sigo XX los obrero insurrectos con  hipotermia lo primero que le pedían eran libros, aún quedan esperanzas en que aquellos que gritan «¡Viva la ignorancia!» sean relegados al vertedero de la historia, como un episodio de una época oscura pero ya pasada.