Los movimientos independentistas y regionalistas en España son el reflejo de la avaricia y el egoísmo de las burguesías locales, las cuales siempre han jugado con el relato sentimentalista exacerbado de los pueblos para mantener sus privilegios. Cataluña y el País Vasco son los ejemplos más evidentes. En ambos territorios, sus élites económicas inventaron un discurso nacionalista para justificar sus ansias de poder y dinero, mientras la clase trabajadora cargaba con el peso de sus maniobras.
En Cataluña, el nacionalismo fue la herramienta de la burguesía industrial que quería aranceles, mercado propio y protección frente a la competencia. Con el tiempo, esa misma burguesía encarnada en el pujolismo y sus herederos convirtió la bandera en una cortina de humo para tapar décadas de corrupción y expolio. El famoso “procés” no fue una revolución popular, sino un proyecto político calculado para salvar el pellejo de los corruptos de siempre. Y mientras ellos gritaban independencia, los trabajadores catalanes seguían explotados, con sueldos miserables y alquileres imposibles.
En Euskadi la historia es parecida. El nacionalismo de Sabino Arana fue reaccionario desde su nacimiento, basado en el racismo y el catolicismo más retrógrado y rancio. Luego llegó ETA, que convirtió el conflicto en una guerra absurda que no sirvió para liberar a nadie, sino para dejar muertos y dolor. Hoy el PNV se mantiene como el gran gestor de los intereses de la burguesía vasca, usando el Concierto Económico para blindar su caja, mientras EH Bildu finge posturas radicales, pero juega dentro del sistema como un actor más. Ninguno de los dos busca romper con el capitalismo ni mirar por los intereses del trabajador.
El resto de nacionalismos; Galicia, Canarias, Navarra, Valencia, Andalucía… son meras réplicas a menor escala. Todos beben del mismo veneno: el de dividir a los trabajadores en nombre de una patria ficticia, mientras los explotadores locales se llenan los bolsillos.