La caída de la pobreza en la Argentina de Milei: cuando los datos desmienten a la vieja economía
Durante años, Argentina vivió atrapada en un ciclo fatal: inflación crónica, asistencialismo como sistema y una clase dirigente que repetía que “sin emisión no se puede gobernar” y que “el ajuste siempre lo paga el pueblo”. Ese relato se derrumbó de golpe cuando los datos comenzaron a mostrar algo que hace apenas meses parecía impensable: la pobreza en Argentina cayó de manera abrupta, alcanzando su nivel más bajo desde 2018.
Para un país acostumbrado al deterioro continuo, este viraje no es solo estadístico: es cultural, político y moral. Porque lo que está ocurriendo bajo el gobierno de Javier Milei obliga a revisar supuestos que la economía tradicional —y la política argentina más aún— había dado por intocables.
El dato más llamativo es contundente: la pobreza bajó al 31,6 %, después de haber rozado el 53 % el año anterior. La indigencia cayó también a niveles que no se veían desde hacía años. Y lo hizo sin un incremento del gasto público, sin emisión descontrolada y sin un Estado repartiendo subsidios como mecanismo de supervivencia.
Es decir: cayó la pobreza mientras caía el déficit, algo que para la vieja ortodoxia política argentina era una contradicción. Lo que en realidad pone de relieve es otro tipo de verdad: la inflación era, de hecho, el impuesto más destructivo sobre los pobres. Su reducción —junto con el orden fiscal— devolvió poder adquisitivo real a sectores que llevaban años perdiéndolo.
La economía no cambia solo con medidas; cambia con creencias. El país que durante décadas defendió que “sin gasto no hay crecimiento” se enfrenta ahora a un escenario que prueba lo contrario: el crecimiento empieza donde el desorden termina.
El modelo libertario —aún incompleto, aún lleno de resistencias— está logrando lo que vastos programas de subsidios no lograron: mejorar la vida de la gente a partir de la estabilidad. A los sectores más humildes no les interesa la teoría económica: les interesa que el sueldo rinda, que la comida no suba cada semana, que la incertidumbre deje de ser constante. Esa es la verdadera revolución.
Esto no significa que todo esté resuelto o que Argentina haya entrado en un ciclo virtuoso irreversible. Las clases medias todavía soportan fuertes presiones, la inflación necesita consolidar su descenso y el país continúa arrastrando problemas estructurales profundos.
Pero el punto central es otro: se ha demostrado que un camino alternativo era posible. No ese eterno péndulo argentino entre estatismo e inflación, sino algo más parecido a normalidad, orden y responsabilidad fiscal.
El descenso de la pobreza, avalado por datos oficiales y mediciones independientes, rompe el relato político que dominó Argentina durante décadas. Y, además, descoloca a quienes pronosticaron un “ajuste inhumano” o una “hiperinflación inevitable”.
Porque cuando la realidad mejora, el discurso del miedo pierde fuerza. Y ese es el mayor desafío para los viejos partidos y los viejos economistas: explicar por qué lo que ellos no lograron en décadas empieza a ocurrir ahora.
Javier Milei podrá gustar o no. Sus formas podrán ser más o menos polémicas. Pero si los datos continúan confirmando esta tendencia, habrá algo imposible de negar:
Argentina está demostrando que el orden, la estabilidad y la disciplina económica no empobrecen. Al contrario, empiezan a sacar al país del pozo.