jueves, octubre 31, 2024

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Diciembre, un mes marcado por las festividades paganas y cristianas, entre ellas, el Día de los Inocentes, ese 28 de diciembre donde se conmemora la matanza de infantes ordenada por Herodes Primero el Grande.

En Panamá la historia nos cedió nuestro propio «día de los inocentes», el 20 de diciembre, en esta fecha, se desató la invasión estadounidense que dejó unas poco mencionadas 4 mil víctimas, en su mayoría provenientes de la clase trabajadora.

Aparcaremos por un instante las sombrías cifras de fallecidos en la agresión, una estadística que curiosamente nunca llegó a oficializarse. También ignoraremos la negativa a declarar, por parte de los gobiernos de «la democracia», la fecha como día de duelo nacional durante más de 31 años.

Dejemos de lado la famosa Comisión del 20 de diciembre, instaurada por la administración de Juan Carlos Varela  para calmar los ánimos de los familiares de las víctimas o el apoyo limitado que la abogada Gilma Camargo recibió tras ganar el caso Salas vs. Estados Unidos , donde se denunciaba ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos al país norteño por crímenes de lesa humanidad.

Lo digo porque la invasión fue un cambio de poder, un golpe más, que como el de 1968, alteró las relaciones de fuerza y nos condujo al presente enfermo que tenemos. Un golpe de timón sustentado con la sangre de muchos para enrumbar el destino del país al antojo de unos pocos.

Ahora hay que hablar de la bautizada «Cruzada Civilista», ese mamotreto que hoy se adueña, con otros nombres, de las actuales manifestaciones de la llamada «sociedad civil», que aparición en el ámbito político para disputar el poder a los militares. Pero primero hay que dar un poco de contexto.

Los turbulentos años 80

El historiador panameño, Olmedo Beluche, al quien también cité en la introducción, afirma, en un escrito denominado La invasión a Panamá y las falacias históricas, que Durante la década de 1980, la política estadounidense en Panamá estuvo alineada con los intereses de la cúpula militar y se enfocó en tres objetivos principales: en primer lugar, asegurar que las elecciones de 1984 proyectaran una imagen de «retorno a la democracia»; en segundo lugar, garantizar que el gobierno resultante de dichas elecciones implementara un enfoque económico neoliberal riguroso; y en tercer lugar, supervisar la transición del control del Canal (como establecía el tratado Torrijos-Carter) con salvaguardias para los intereses estadounidenses.

Para lograr los dos primeros objetivos, se optó por promover a Nicolás Ardito Barletta, quien había sido presidente del Banco Mundial, como candidato presidencial del Partido Revolucionario Democrático (PRD). Paralelamente, se buscó transformar la Guardia Nacional en un ejército denominado Fuerzas de Defensa, que desempeñaría un papel crucial en el proceso de traspaso de la vía interoceánica en 1999, reemplazando la presencia militar norteamericana.


Durante el lapso de 1983-84, se estableció un consenso total entre el gobierno de Estados Unidos y el régimen de Manuel Antonio Noriega en relación con estos tres objetivos. Se respaldó económicamente la creación de las Fuerzas de Defensa, con financiamiento del Pentágono hasta 1988. La imposición de Barletta como candidato presidencial fue llevada a cabo primero dentro del PRD, a pesar de su falta de afiliación, y posteriormente a nivel nacional, mediante un controvertido fraude electoral. El mandato inicial de Barletta se vio empañado por un decreto de carácter neoliberal que provocó una huelga general de empleados públicos, marcando un punto de inflexión en su gobierno.

La política estadounidense, en sintonía con la cúpula militar, se centró en la apariencia democrática de las elecciones de 1984, la aplicación de políticas económicas neoliberales y el control de la transición del canal, conformando un período caracterizado por acuerdos y cambios de rumbo significativos.

La rabia popular y el jaque a los acuerdos

La ola de huelgas que tuvo lugar en el período entre 1984 y 1985 dejó una marca sin precedentes en la historia del país. Durante este tiempo, se vio la formación de la FENASEP y sus consistentes Jornadas de Lucha; el surgimiento de COCINA, una coalición de docentes, profesionales de la salud y estudiantes, que llevaron adelante sus propias huelgas; además de los paros nacionales liderados por CONATO. Estas numerosas movilizaciones diarias pusieron en tela de juicio el acuerdo existente entre el gobierno del general Noriega y el imperialismo estadounidense.

Las acciones de protesta de la población en contra del programa neoliberal del gobierno de «Fraudito» marcaron el inicio de la crisis que finalmente desencadenaría en la invasión. Estas luchas lograron paralizar la implementación de las políticas neoliberales, lo que resultó en una pérdida de credibilidad tanto para el gobierno como para el régimen militar. A pesar de que Noriega sacrificó una ficha con la destitución de Barletta, su acuerdo con Estados Unidos se mantuvo en los años siguientes. Incluso en marzo de 1986, se llevó a cabo una reforma neoliberal al Código de Trabajo, utilizando la fuerza si era necesario.

En medio de las continuas manifestaciones y huelgas en contra de la continuación del programa neoliberal bajo el gobierno de Delvalle -Noriega, fue la disputa de poder entre los coroneles, especialmente Díaz Herrera, lo que elevó la crisis a un nivel más crítico durante los meses de junio y julio de 1987.

La génesis de «los salvadores»

Beluche asevera que a “mediados de 1987, la fuerza de la movilización y la crisis de credibilidad del régimen llegó a tal grado que el imperialismo yanqui tomó dos medidas complementarias: La primera, solicitarle a Noriega que pusiera una fecha para su jubilación de manera que se disimulara que el «poder real estaba en los cuarteles»; la segunda, empezar a construir una dirección burguesa de recambio, pero con la credibilidad de la que carecían los partidos tradicionales de la oligarquía, para lo cual apoyó la creación de la Cruzada Civilista, dirigida por los gremios empresariales”.

Añade que ese año es cuando comienzan a surgir contradicciones entre el régimen de Noriega y el gobierno de Estados Unidos. Estas contradicciones se intensifican a principios de 1988, cuando se formalizan los cargos por narcotráfico contra Noriega y el Departamento de Estado instruye a Eric Arturo Delvalle a emprender acciones para destituir al general por la fuerza. En este punto, se consolida la ruptura definitiva del acuerdo que había estado vigente desde 1983-84. Es en este contexto cuando algunos sectores de la oligarquía, que previamente habían respaldado a los militares, como los hermanos Lewis Galindo, optan por distanciarse del régimen.

Un 9 de junio de 1987, luego de denuncias del Coronel Roberto Díaz Herrera, nace la llamada Cruzada Civilista. Un movimiento liderado por el entonces presidente de la Cámara de Comercio e Industrias de Panamá, Aurelio Barría (Quién más tarde se convertiría en uno de los empleados de la familia Motta, que se menciona muchas veces en este trabajo).

El movimiento estaba compuesto por agrupaciones de la llamada «sociedad civil», con apoyo de la Iglesia Católica. Llamaban a la unión del país con el fin de acabar con la dictadura militar de Manuel Antonio Noriega.

La composición de este movimiento se sigue vendiendo hoy como el conjunto de toda la sociedad panameña «originado en la esperanza cívica de lograr elecciones libres, honestas y transparentes, fundamentado en los valores morales, y estimulado por personas decentes. Un movimiento fomentado por el descontento con que se manifiesta un pueblo que clama por la libertad, la justicia y la democracia».

La verdad, es que, en su mayoría, la misma estaba integrada y encabezada por miembros de la oligarquía panameña pertenecientes a las cúpulas de organizaciones empresariales como la mencionada Cámara de Comercio, Industrias y Agricultura de Panamá. Una élite que, dicho sea de paso. se alimentó y creció en las «épocas doradas» dictadura que ahora decía adversar en nombre de la «democracia y de la libertad».

La unión de todos los elementos, «sin importar las clases sociales» bajo el título de «pueblo panameño», dejando de lado los intereses de clase, se vendía como la salida al régimen iniciado en octubre de 1968.

hilos se tensan

Noriega cambió de bando como si se pusiera un disfraz nuevo, pasando de ser el compinche tranquilo de Estados Unidos a lanzar un discurso nacionalista y anti intervencionista. Sin embargo, ese «traje» de «antiimperialista» no le quedaba del todo bien al general, ya que su historial previo había dañado su credibilidad en muchos sectores de la población. En el turbulento año de 1988, el régimen militar bailaba entre confrontación y coqueteo con el gobierno de George Bush. Mientras reprimían a los sindicatos, también formaban milicias como los Batallones de la Dignidad , aunque bajo estricto control oficial.

Los grupos independientes dentro del movimiento popular quedaron atrapados entre dos extremos representados por diferentes facciones de la élite, influyendo en la forma de pensar de la gente. En primer lugar, el régimen militar acusaba la interferencia imperialista y la creciente agresión que presagiaba la invasión, pero al mismo tiempo socavaba derechos económicos, sociales y democráticos. Además, la oposición reunida en la Cruzada se centraba supuestamente en la cuestión democrática, pero pasaba por alto la creciente agresión del Comando Sur y las sanciones al país.

Esta situación hacía difícil para el sector popular panameño encontrar y comunicar un discurso revolucionario que desafiara al imperialismo sin darle la mano a los militares, y que abogara por el fin de la dictadura sin parecer que se aliaba con la Cruzada Civilista y el intervencionismo estadounidense.
Posteriormente, la cancelación de las elecciones de 1989 dejó en claro las contradicciones del régimen: 1. La campaña y el conteo de votos se habían desarrollado pacíficamente, pero estallaron cuando Guillermo Endara  y EE. UU. rechazaron la continuidad de Noriega en el poder; 2. El mando militar empleó a policías disfrazados de «batalloneros» para reprimir a la oposición en Santa Ana, tratando de culpar a los «comunistas».

El golpe del coronel Moisés Giroldi  el 3 de octubre de 1989 sacó momentáneamente a Noriega del poder. A pesar de que el fin era apresarlo y entregarlo a las autoridades estadounidenses para que fuese procesado en sus tribunales, los mandos presentes en el país optaron por ignorar a los golpistas, quienes fueron ajusticiados una vez terminada la rebelión.

Esto demostró que, para EE. UU., el problema no era solo Noriega, sino que tenían la intención de invadir para derrocar toda la estructura institucional previa y establecer un gobierno que se plegara a los deseos de Washington, implementando políticas neoliberales, pero con una fachada «democrática», y asegurando el control del canal en manos alineadas con los intereses estadounidenses.

Sangre y fuego: el sacrificio ajeno para «el bien común»

Mucho se ha contado de aquella madrugada del 20 de diciembre de 1989. No hay panameño, o habitante de ese suelo que no tenga una vivencia que contar sobre aquella fecha maldita. A mí me agarró la noticia con cinco años y fuera del país, en Uruguay.

En aquellos tiempos las noticias no corrían tan rápido como hoy. Recuerdo, o mal recuerdo, que nos enteramos mientras mi abuelo escuchaba las noticias de la radio. El presentador del programa hizo énfasis dramático en lo que acontecía. 


«Ríos de sangre fluyen por las calles de Panamá».


Luego llegaron, en el noticiario de la tarde, las primeras imágenes que vi en mi vida de los bombardeos sobre El Chorrillo. Las bombas «inteligentes» habían calcinado casi todos aquellos caserones de madera de uno de los barrios más pobres de la capital istmeña sólo por ser sede del Cuartel Central de las fuerzas de defensa.

Un fragmento de la investigación del filósofo e historiador, Ricaurte Soler, que aparece en el número 399 de la Revista Cultural Lotería, titulado Neocolonialismo en la posguerra fría, relata el horror de esa noche.

El Instituto de Geociencias y la Estación Sismológica de la Universidad de Panamá informaron: «La primera bomba cayó a las 12 h 46 m 40.3 s y durante los primeros 4 m cayeron unas 67 bombas». Y agregan: «La duración de cada detonación fue de 1.0 s y en total hemos contabilizado aproximadamente 417 explosiones (…) más otras 5 de alto poder destructor durante las primeras 14 horas del día 20 de diciembre.» Esto sólo en el área metropolitana y su perímetro».

Según Soler, Panamá se convirtió en un terreno de pruebas para la tecnología bélica más avanzada. “El ejército yanqui pudo comprobar y ufanarse de que las comunicaciones fueron excelentes y que se superaron deficiencias que pudieron detectarse cuando la invasión a Granada en 1983. Se estrenaron en combate los cazas F-117 A «Stealth», que partieron de Nevada y bombardearon la base militar de Río Hato sin que los radares de las mismas bases norteamericanas en Panamá los detectaran. Posteriormente, se aclaró que, sin embargo, la precisión de los lanzamientos dejó que desear. También se estrenaron en combate los nuevos helicópteros «Apaches», que demostraron ser más eficaces que los «Cobras» a pesar de haber recibido (estos últimos) mejoras sustanciales”.


El historiador cita a Rafael Olivardía, un maestro de escuela que habitaba en uno de los multifamiliares de El Chorrillo y que después se convertiría en el principal dirigente de los miles de damnificados de su barrio.

«Vi a un adolescente herido que para ayudarlo se le dio agua y se incendió. ¿Qué clase de arma es esa que incendia con el agua? Vi una luz que todo lo que tocó lo volvió una mancha de aceite. Muchos de los que combatieron en los Batallones de la Dignidad lo hicieron con balas sin saberlo. Vi los casquillos y me pude dar cuenta. ¡Balas de salva contra armas reales y sofisticadas! A las ocho de la mañana todavía se combatía. Oímos el traqueteo de ametralladoras que, cuando callaban, le respondía un tiro solitario (de un «macho de monte»). Y nuevamente, después, el tiro solitario. Hasta que, después de un traqueteo de ametralladoras, ya no se oyó el tiro solitario. Murió el último «macho de monte». Todos lloramos. Primero nos llevaron de El Chorrillo a Balboa. En el camino vimos asesinar a gente amarrada. Nos dolía. Caminábamos entre cadáveres. Nos dolía mucho.»

Aquello fue sólo el inicio de una masacre que, hasta hoy, como he repetido ya un montón de veces y seguiré haciendo, no cuenta con un conteo certificado de los asesinados. No sólo en bombardeos, sino acribillados, pisoteados por tanques, o tantas otras variables disparatadas que puedan ocurrir en una intervención como aquella.


En un artículo de Néstor Porcell G. y Octavio Tapia L, que aparece en el mismo volumen de la revista, titulado El Genocidio de Nuevo tipo, con envase de mentira televisada, estos aseguran que “testigos oculares con responsabilidad profesional señalan que al Hospital Santo Tomás ingresaron en los tres primeros días miles de heridos y por lo menos de allí hubo 1500 muertos panameños. En el Seguro Social también atendieron a cientos de heridos que murieron por falta de medicinas y de la debida atención. Aunque algunos médicos aminoraron las cifras de muertos por razones políticas, existe informe de un encargado del Ministerio Público que hasta el 24 de diciembre constató la existencia de más de 2000 cadáveres provenientes de la invasión”.


Los autores agregan que “El ex-Procurador de Estados Unidos, que visitó Panamá en enero de 1990, aseguraba que un total de 4,000 panameños murieron como resultado de la invasión y que había inspeccionado fosas comunes de 5.5 metros de ancho y 4.5 metros de profundidad. Pues bien, no creemos que estuviese en todas partes, pues hasta ahora se ha indagado los lugares destinados a dichas fosas comunes y así tenemos: una en el Jardín de Paz, dos en Corozal, 4 en San Miguelito, una en Río Hato, dos en Panamá Viejo; en Nuevo Emperador hay otras dos fosas comunes y también hay dos fosas comunes en Fuerte Gulick en Colón”.


La cifra total de asesinados fue una discusión incluso a lo interno de los Estados Unidos. Varios documentos de los llamados «Panama Files» muestran que este era un tema delicado y desconcertante para los políticos del país norteño. Las cifras oficiales, que incluían tanto civiles como militares, se estimaban en menos de 600. Sin embargo, las marcadas discrepancias que sugerían la posibilidad de miles de muertes eran motivo de seria preocupación en el Congreso debido a las implicaciones significativas que esto conllevaría. Si se confirmara que hubo miles de bajas civiles, como se menciona en la transcripción de la audiencia, «esto implicaría que el uso de la fuerza por parte de Estados Unidos causó daños colaterales a civiles y sus propiedades, y que un segmento de las fuerzas militares actuó de manera indisciplinada al emplear en exceso su poderío militar».


Estos señalamientos insinuarían que las fuerzas estadounidenses ocultaron las altas cifras de víctimas civiles, lo que incluiría la destrucción deliberada de pruebas en gran escala, y que los líderes de las ramas militares, incluyendo a los marines, la infantería y la fuerza aérea, cooperaron en dicho encubrimiento. De ser cierto, esto tendría importantes implicaciones para los departamentos de dichos servicios que podrían considerarse cómplices de la supuesta conspiración. En última instancia, esto podría poner a Estados Unidos en riesgo de enfrentar cargos relacionados con crímenes de guerra y encubrimiento, como ocurrió en la masacre de My Lai durante la Guerra de Vietnam.

La sonrisa de los traidores 

Mientras el pueblo panameño era masacrado, Guillermo Endara, Guillermo “Billy” Ford   y Ricardo Arias Calderón, miembros de la Cruzada Civilista, prestaban juramento como presidente y vicepresidentes desde la base militar estadounidense de Fuerte Clayton. 


Los tres habían sido informados de la masacre a la que se estaba sometiendo a quienes ahora gobernaban, los tres habían solicitado aquella barbarie, esto es cierto, aunque algunos, como la esposa de Arias Calderón, Teresa Yanis de Arias, nieguen la complicidad.


En un episodio del programa Debate Abierto, Yanis de Arias narraba:


“Les dicen que ellos (los estadounidenses) esperan que den la bienvenida a esta operación. Y los tres, Ricardo, Endara y Billy Ford, les dicen que no. Que ni lo han pedido, ni creen que es la solución al problema que tenemos y por supuesto que no van a avalar una cosa con la cual no están de acuerdo”.


Este relato contradice a declaraciones de algunos de estos personajes. Un fragmento de una entrevista con Guillermo «Billy» (debido a la obsesión rabiblanca de «agringar» los nombres) Ford que aparece en el documental The Panama Deception de Barbara Trent, este asegura que “si tuviera que volver a hacerlo, lo haría otra vez, aunque resulte caro. Hubo hombres, mujeres, civiles y militares que dieron sus vidas, no por nosotros, sino por la democracia y la libertad, y a mí no me importa pagar cualquier precio por ser libre”. 


Una conversación que se reveló en «Panama Files» entre Ricardo Arias Calderón y el George Bush padre, también deja en evidencia la actitud lamebotas y entreguista del segundo vicepresidente.

Arias Calderón: Usted jugó un rol importante en devolver la democracia a Panamá

George Bush: Espero que no exista rechazo de que entramos e hicimos lo que teníamos que hacer

Arias Calderón: Fue un trauma, pero yo nunca tuve una segunda opinión, fue totalmente exitosa y me siento orgulloso de haber formado parte.

Pero no fueron sólo ellos los que se sometieron aquel día. Del otro lado de la Bahía de Panamá, en Punta Paitilla (el mismo sitio donde está ubicado el Club Unión) y otros sectores privilegiados de la ciudad, muchos celebraban con banderas estadounidenses y camisetas con el eslogan «Just Cause». 

Saludaban a los soldados, se tomaban fotos con ellos, les invitaban a comer, entre otros gestos de agradecimiento. Todo esto, mientras los escombros seguían ardiendo, la sangre seguía sin secarse, y decenas de cadáveres llenaban las morgues del Santo Tomás y el hospital de la Caja de Seguro Social. 


La iglesia católica panameña, que siempre va de la mano con las élites criollas, también tuvo su parte en la santificación de la matanza. En enero de 1990, el entonces arzobispo Marcos Gregorio McGrath  afirmó en una misa que la invasión sería recordada como un «acto de liberación».


El obispo José Luis Lacunza  también hizo suyas las palabras de McGrath, cuando en su Homilía del 9 de enero de 1990 dijo: “Que la presencia militar extranjera en nuestro suelo en estos momentos sea recordada por la historia más como una liberación; que en nada restrinja para el futuro todos los atributos propios de la libertad y soberanía de Panamá, en todo su territorio; y que dé lugar a la pacífica y justa relación entre Panamá y los Estados Unidos, en el consorcio de los demás pueblos del mundo y sobre todo de las Américas”.


La invasión y la rendición de Noriega y el Estado Mayor de las Fuerzas de Defensa, excepto por unas pocas excepciones valientes, dejaron claro lo inconsistente de su discurso antiimperialista. Ningún alto oficial cayó en combate y ni siquiera intentaron resistir de manera organizada. Quienes combatieron, incluyendo oficiales, suboficiales, soldados y ciudadanos, lo hicieron por su cuenta y de manera improvisada. La población civil ni siquiera fue advertida.


La agresión trajo consigo un cambio de escenario. Como dije, se juramentaba en bases militares del invasor, los que me gusta denominar la santa Trinidad de la «Democracia Panameña», Guillermo Endara, Guillermo «Billy» Ford y Ricardo Arias Calderón, y tras las bombas venía el cambio de liderazgo. Los militares se retiraban y entraban los empresarios disfrazados de democracia y prosperidad, trayendo consigo un gobierno hecho a la medida de los negocios. De sus negocios.


A pocos días de iniciada la agresión, el 3 de enero de 1990, el general Manuel Antonio Noriega, quien se había refugiado en la embajada de la Santa Sede en la ciudad capital, de entregó a las autoridades estadounidense. Este acto marca el supuesto fin de la intervención, pero también el inicio de una nueva era, la era de los civilistas. Aquellos que encabezaron marchas con consignas revenidas y pañuelos blancos, ahora tenían el poder.


Beluche escribe que “sobre las ruinas humeantes de El Chorrillo, sobre las fosas de cadáveres no identificados, y la economía destruida, en 1990, el gobierno norteamericano impuso el acuerdo político que dio nacimiento al actual régimen político panameño. Los dirigentes del PRD, de la Democracia Cristiana (PP), del Arnulfista (Panameñista) y del MOLIRENA auspiciados por EE. UU. acordaron el reparto institucional sin mediar nuevas elecciones ni Asamblea Constituyente. Allí nació el régimen antidemocrático, oligárquico y corrupto que padecemos hoy en día”.


No había bombas cayendo del cielo, pero la violencia de los nuevos gobernantes se presentaba de manera más sutil. La era nueva comenzaba con cambios drásticos en la economía, dejando atrás la narrativa de que todos ganaban con «la democracia».


El baño de sangre de diciembre de 1989 se vio seguido, en junio de 1990, con el llamado «Convenio de Donación», por el que Estados Unidos daría financiamiento al gobierno panameño a cambio de someterse a los planes dictados por Banco Mundial, el FMI y el BID. Ese detallado plan económico ha sido seguido al pie de la letra por todos los gobiernos que han pasado estos 34 años, no importa la camisa de qué partido político se pongan. Privatizaciones, despidos de empleados públicos, alzas de impuestos al consumo y baja de impuestos a los que más ganan, reformas a la seguridad social, descomposición de las escuelas y centros de salud del estado, etc.


Estaba escrito, redactado en piedra. Desde el primer día las medidas de los recién llegados al Palacio de las Garzas  armaban las piezas de un gobierno «de empresarios para empresarios», como diría el ya citado «Billy» Ford.
Ford, el señor de la voz ronca y de discursos «épicos» ante el pleno de la Asamblea Nacional se convertía en Ministro de Planificación Económica y tenía un plan, un plan que definiría, con ayuda de muchos otros compinches a lo largo de la historia reciente, el rumbo que ha llevado al país hasta sus actuales derroteros. 


El «Plan Ford» sería la respuesta a los requerimientos de los organismos financieros internacionales de emprender la reforma basada en el mercado. Este incluía la privatización de los servicios públicos, reforma tributaria, liberalización comercial y financiera, entre otros.


Las reformas eran aplaudidas por los estamentos de crédito internacional, quienes señalaban que estas habían “logrado recuperar el capital privado, y atraer nuevo financiamiento internacional que contribuyeron al crecimiento sustancial de las inversiones y empleo en torno al sector de construcción”. El «Plan Ford» priorizó «el pago de la deuda externa era la condición necesaria para lograr la estabilidad financiera y crear las condiciones para que Panamá fuera reconocida internacionalmente como un país sin riesgos económicos o financieros».


En ese momento, la deuda pública de Panamá ascendía a 6 mil 177 millones de dólares. De este total, 4 mil 234 millones correspondían a deuda externa, de la cual el 20% (857,9 millones) correspondía a los acreedores multilaterales (FMI, BIRF, BID, FIDA), mejor conocidos en Panamá como las IFIs, las instituciones financieras internacionales.


El equipo económico del gobierno de Panamá buscaba a través de su propaganda que la población comprendiera esta prioridad de la política económica, argumentando que en el pago de la deuda se jugaba la «dignidad» del país.


Por un lado, endeudaban al país con nuevos créditos, negociados en nuevos términos onerosos para pagar viejos empréstitos. Y por el otro, se establecen unos pesados condicionamientos a la política económica.


Beluche agrega que la transferencia de la soberanía nacional en 1989 sentó las bases para que los partidos involucrados en el proceso de la invasión pudieran acordar una nueva constitución con relación al Canal de Panamá. Este acuerdo resultó en la creación de un marco constitucional que transformó la administración de la Zona del Canal, convirtiéndola en una entidad que escapaba del control directo del pueblo panameño, quedando bajo el dominio de un grupo reducido de oligarcas.


Este cambio de estatus permitió que se le diera un uso que beneficiaba al menor número de personas posible, desviando los ingresos millonarios generados por el canal hacia gastos que, en muchos casos, se consideraban superfluos y que beneficiaban a un selecto grupo de empresarios. Mientras esto ocurría, persistía un aumento en la deuda social, dejando a gran parte de la población sin los recursos necesarios para mejorar su calidad de vida.


Más tarde, vendrían los diálogos en lugares como Bambito y Coronado (de esto hablaremos más tarde). Estas conversaciones de “yo con yo” daban vía libre para profundizar la violencia económica que nos colocó en la posición de uno de los países más desiguales de la región. Todo esto mientras se nos vendía la ilusión de un paraíso renacido de las cenizas de El Chorrillo.


Los trabajadores serían los primeros en sentir los embates. Cambios al código laboral, leyes que agravaron la precariedad y llevaron al aumento alarmante del desempleo.


Bombas, como el hecho de que cerca de 200 mil panameños subsistan con menos de un dólar al día, que más de un millón 200 mil personas no tengan techo propio, o que más de la mitad de los niños del país estén desnutridos .


La invasión nunca concluyó, a pesar de que las bombas hayan dejado de estallar. El enemigo persiste, sin uniforme camuflado, pero con apellido local. Se apropian de la lucha de los trabajadores por la soberanía y nos hacen creer que los tiempos mejores no pueden llegar a menos que vengan de su mano.

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