Cuando recibimos el diagnóstico educativo de PISA, no podemos evitar remontarnos a nuestra época escolar. Algo de verdad hay en las coplas de Manrique con aquello de que, a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor.
Los amargos resultados –una catástrofe en toda regla– no pueden ser maquillados por la relativa «mejora» que ha supuesto una bajada aún mayor en la media de la UE y la OCDE. Estas caídas han situado a España a la par de la media europea. En lugar de mirar a los resultados de Singapur o Japón, nos miramos en la mediocridad de la media que representa perfectamente el consuelo de tontos de este mal de muchos. Estamos viendo una tendencia a la baja que es muy característica de los tiempos que corren. Y hay porqués.
Entre estos porqués se han lanzado rápidos al comodín de la pandemia. El COVID es una vez más la excusa perfecta para tapar las vergüenzas del sistema educativo, y parece que esto se respalda con los resultados globales. Pareciera haber cierta correlación entre la duración del cierre escolar por la pandemia y los resultados en matemáticas. Lo que dos años de disrupción educativa hacen a los resultados académicos es algo que podemos comprobar a simple vista. Sin embargo, la pandemia es una condición necesaria, pero insuficiente, para explicar el descalabro. La disrupción ya estaba presente y sólo se ha visto acelerada por el confinamiento.
El neocanovismo educativo en que España lleva sumergida buena parte de su democracia reciente tiene una enorme carga de responsabilidad. Las infinitas leyes educativas de quita y pon han ido forzando una tabula rasa en la docencia, que cada cuatro u ocho años tiene que enfrentarse a nuevos contenidos, nuevas editoriales, y nuevos criterios de evaluación. Lejos de ser una actualización sobre los contenidos previos, este proceso en realidad es un barrido ideológico, una ruptura con el marco educativo anterior para que el Ejecutivo de turno pueda echar la meadita. La última broma ha venido desde el sanchismo con una LOMLOE más esperpéntica que la anterior, pero menos que la siguiente.
La LOMLOE promete que los resultados de 2025 sean aún más catastróficos. Quienquiera que enseñe Historia deberá lidiar con un currículo absolutamente desorganizado, un caldo de cultivo perfecto para la incomprensión de nuestro pasado y su explotación como nicho de cultivo ideológico del Gobierno de turno. Una perspectiva de la historia más «presentista» que «progresista», faltando a la honestidad, convirtiendo las ciencias sociales en el reino del sentimentalismo. Aunque, bueno, a este respecto, nada nuevo bajo el sol. Lo que sí se agudiza es un profundo resentimiento hacia la historia del país, eclipsada cuando no denostada por relatos alternativos, hazañas heroicas del «indigenismo», o del feminismo, o del -ismo que cotice más al alza. En esta ola de ismos morales el ecologismo se impone a los demás. Así, tenemos a los niños más comprometidos e informados sobre el cambio climático de Europa.
A la ecoansiedad de nuestros jóvenes se suma el pánico hacia las matemáticas. Las matemáticas son el idioma de las ciencias, pero a menudo va descompasado con estas, haciendo que se encuentren en un limbo desconectado de la realidad, y su imposibilidad para ponerlas en contexto. Las matemáticas se enseñan mal, pero es que no dejan margen para enseñarlas de otra manera. En su lugar, la receta contra el pánico hacia las matemáticas es la misma que para tantos otros problemas: la brocha gorda del feminismo. Las matemáticas de género se cuidan de presentar los conceptos y la resolución de problemas «adaptados a un público femenino». Pobres ellas, pensará la administración, que deben sufrir en un entorno tan masculinizado. Pocas cosas más sexistas me he cruzado en este ámbito. Y por supuesto, jamás enseñé tal cosa, porque mis alumnas no lo necesitaron. Habría sido un insulto a su inteligencia.
Y es que, en lo profundo, el pánico hacia las matemáticas está más relacionado con eso que comentaba sobre su aislamiento, pero también por la forma en que se presentan en la clase. No se me echen encima otros excompañeros de profesión, que bien es sabido que no se puede sacar de donde no hay, o, mejor dicho, de donde a uno no le dejan. Porque para enseñar bien, para transmitir eficazmente el conocimiento, hay que tener voluntad y tiempo. Y nuestros docentes están tan quemados que carecen en ocasiones de lo primero, y de lo segundo tres cuartos de lo mismo. Con ratios en las aulas totalmente fuera de lo abarcable y un desinterés general por la docencia, explicar es fácil, pero enseñar es imposible. Y hasta que no inventen la ubicuidad no se puede uno desdoblar para compaginar el trabajo docente con el papeleo. Ser profesor no es fácil, y últimamente dar clase se parece más a predicar en el desierto.
No es por un alumnado menos inteligente, sino porque la inteligencia –o al menos la atención– se ha enfocado en otras cuestiones. A mi juicio, el gran disruptor de los resultados, en tendencia general, es una cuestión puramente cultural: los valores dominantes y la burbuja digital. Pero no podemos culpar al alumnado. No completamente, al menos, porque ellos beben de las aguas que trae el río de desinterés, ignorancia y falta de compromiso que es predominante. Entre los valores que imperan hoy en los países desarrollados nos cuesta encontrar el esfuerzo y el amor por las cosas bien hechas. Esto requiere a su vez de constancia y saber afrontar los fracasos. Nada más lejos de lo que hoy beben nuestros jóvenes: inmediatez, satisfacción puntual, mínimo esfuerzo y el omnipresente «escaqueo». Del miedo a equivocarse brota una ignorancia para refugiarse en la mediocridad de la masa. De la búsqueda de la inmediatez nace el desaliento ante las dificultades y la falta de atención. Todo acelerado y asentado por un mundo digital alumbrado especialmente para estas conductas.
Nuestros chicos viven en internet. En ocasiones, lo hacen durante las clases, mientras el profesor explica. Las fuentes de distracción son infinitas, y a mi juicio las competencias digitales no se están adquiriendo de forma satisfactoria. Es más fácil hacer un mal uso de los teléfonos móviles con esta edad que uno provechoso, orientado al aprendizaje. Y la dosificación de estos dispositivos, su uso responsable, no es algo que competa a los centros educativos en singular, sino que viene de casa, pero tampoco aquí está presente ni se lo espera. No hay madriguera en la cual nuestros alumnos no puedan perderse antes que atender a una insípida lección de Lengua Castellana. Y algunas de esas madrigueras son muy oscuras, plagando las dúctiles cabezas de nuestros chicos con miles de estímulos que dañan su salud mental o alteran su percepción de sí mismos. Es como el bullying, pero multiplicado por cien, en todas partes, a todas horas y con la connivencia involuntaria del usuario. La epidemia de salud mental tiene unas raíces profundas y nuestros chicos son víctimas de primera.
Podríamos preguntarnos: ¿cómo se evalúa a nuestros alumnos? En estos tiempos que corren los exámenes dejan de tener sustancia o directamente desaparecen. Incluso donde estos persisten, las calificaciones cuidan más la «situación emocional» del alumno que la valoración de los conocimientos. Un alumnado que vive ya entre algodones en lo que se refiere a la evaluación del docente porque el suspenso se ha convertido en una etiqueta ofensiva, en un «delito de odio docente» del que se debe huir. Esta dinámica se arrastra hasta las pruebas de acceso a la universidad. No es casual que las notas de corte no paren de subir: los exámenes de acceso cada vez son más sencillos, porque el nivel es cada vez más bajo. Es todo un uróboro educativo.
Finalmente, PISA viene a corroborar una vez más que existen clases sociales y diferencias regionales en nuestra geografía. Los centros de pago obtienen mejores resultados, algo que se explica fácilmente por los ratios más adecuados para la enseñanza y la capacidad de seleccionar al alumnado. Pero existen también factores implícitos que no suelen salir a la luz y que están relacionados con el nivel de compromiso y atención del alumnado según el contexto social y cultural. La barrera cultural, muchas veces por el idioma, es un factor a la hora de enseñar. La clara disrupción generada por un alumno o grupo de alumnos foráneos que es incapaz de seguir una explicación actúa también en detrimento de los alumnos nativos. Y la falta de personal impide que se pueda llevar una docencia especializada para los casos donde existe esa barrera. Esta se vuelve insalvable y se agrava con las influencias del niño en casa, generando así una brecha en la integración del alumnado extranjero, que también repercute en los resultados. Esto se aprecia bien en los resultados de lectura en Ceuta, Melilla o Cataluña, pero no son los únicos. La educación es un sector clave que debería poner los primeros ladrillos para la asimilación cultural, pero que acaba actuando como motor de segregación.
La pirámide poblacional de nuestro país se estrecha en la base. Las políticas que afectan a la natalidad han diezmado a la juventud, y esta viene con pies de barro.