España es uno de los países de la UE donde más ha crecido, en los últimos años, la población de origen extranjero. Mientras que en Francia o Alemania el proceso de recepción de inmigrantes comenzó hace 65 años, en España se ha producido en los últimos 25 años.
Es cierto que, en España, la inmigración procedía sobre todo de países hispanoamericanos con una mayor conexión cultural y de raíces, y que en los últimos años está creciendo la población de otros orígenes.
En concreto, la población inmigrante en España supone ya el 18% de la total, si nos centramos en la población en edad de trabajar (18-64 años), el peso es mucho mayor. Algunas fuentes muestras cifras mucho menores porque identifican como inmigrantes sólo a los «extranjeros», es decir, a los que no tienen la nacionalidad española. Pero parte de los inmigrantes ya han conseguido la nacionalidad, especialmente los latinoamericanos. Sin embargo, analíticamente deben seguir siendo considerados inmigrantes, según la definición de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), División de Población de las Naciones Unidas: una persona que vive en un país diferente a ése en el que nació.
Y la cifra no deja de crecer. La mayor parte de la inmigración recibida por España tiene, como media, un nivel bajo o medio de cualificación, especialmente bajo en el caso de la migración procedente de África. Sucede lo contrario con aquellos provenientes de países europeos con mayor PIB que España. En su momento, gran parte de esta mano de obra no cualificada alimentó la burbuja inmobiliaria, que habría sido imposible sin ese aporte extra de trabajadores.
En la actualidad, hay una mayor concentración en el sector de los servicios (comercio, hostelería, distribución, transporte, servicios a las personas…), con porcentajes menores ocupados en la construcción y la agricultura. Es decir, se mantienen sectores de menor productividad, que ofrecen menores salarios y peores condiciones laborales. Los salarios medios de extranjeros procedentes de Hispanoamérica son un 37% más bajos que los de los españoles; un 34% en el caso de los africanos, y un 17% en el de los europeos. Las diferencias son mayores en el caso de las mujeres extranjeras.
También se produce una desigualdad en términos de desempleo. Según datos del INE de 2023, la población española y con doble nacionalidad tenía una tasa de empleo del 71%, y entre la población de nacionalidad extranjera era del 62%.
En los últimos 20 años, el crecimiento poblacional en España se ha dado por la población emigrante, ya que las tasas de crecimiento de población del país son negativas. En estas dos décadas, el PIB per cápita ha crecido en España en menor medida que en los Países Bajos, Bélgica o Alemania. Algunos expertos, como los del Real Instituto El Cano, atribuyen este bajo crecimiento del PIB a la baja productividad de la economía española, pero también debido la disponibilidad de una abundante oferta de población de calificación media-baja, que incentiva la inversión en servicios de bajo valor añadido.
Pese a una tasa de ocupación menor entre extranjeros, prácticamente la mayoría del empleo nuevo creado en el sector privado en los últimos años está siendo ocupado por inmigrantes. Según el economista Josep Oliver, «entre el 70% y el 89% de la nueva ocupación en España está cubierta por inmigrantes», e indica : «si no se hace bien tendremos problemas sociales porque se está presionando a la baja el mercado laboral».
Otro aspecto importante y grave, sobre todo en el caso de la migración latinoamericana, es la sobrecualificación de los trabajadores. Se estima que el 60% de los trabajadores tiene capacidades por encima de sus empleos. Es una situación que también sufren los españoles, ya que el 34,5% de los trabajadores españoles tiene un nivel de formación superior a la requerida para su actual empleo.
La lentitud de la burocracia hace que la homologación de títulos suponga una espera muy larga, por lo que estas personas migrantes viven en una situación que les obliga a coger trabajos por debajo de su formación, recibiendo salarios bajos para sus cualificación. Esto también ofrece la oportunidad a los empleadores de tener a una persona muy cualificada para trabajos de baja remuneración.
Otro grave problema es que este nivel de cualificación medio-bajo de la inmigración tiene una cierta y peligrosa tendencia a convertirse en «crónica». Las segundas generaciones, o inmigrantes que vienen en edad escolar, presentan tasas de abandono escolar mucho más altas que las de los autóctonos. Esta circunstancia condena a muchos de estos adolescentes a una situación similar a la que viven sus padres, con un futuro de desempleo o a trabajos mal pagados y precariedad laboral. Según algunos estudios, el 33% de los alumnos nacidos fuera de España abandonan sus estudios al acabar la etapa obligatoria a los 16 años, frente al 16% de los autóctonos. Hay mayor abandono de los estudios entre los hombres, con grandes diferencias según el país de origen de los padres.
En España ha habido una clara falta de inversión y una especie de «buenismo no discriminador». Como consecuencia, no se ha reforzado la enseñanza primaria ni la secundaria para compensar la diferencia de nivel con sus países de origen, o la falta de ayuda que le pueden dar sus padres, quienes tienen menor nivel educativo y carecen de tiempo y capacidad para ayudar a sus hijos, sin acceso económico a las clases particulares.
Todos estos factores son un perfecto caldo de cultivo para mantener, en el medio plazo, una situación de bajos salarios, baja productividad y una economía basada en servicios de bajo valor añadido.