Recientemente, La Moncloa difundió un mensaje triunfalista: más de 2,3 millones de personas reciben ya el Ingreso Mínimo Vital (IMV). Lo presentaron como un éxito de gestión. Pero tras esa propaganda hay una realidad incómoda: lo que el Gobierno vende como logro es la constatación del fracaso de su política social y económica.
Son 765.000 hogares que dependen de una ayuda para subsistir y el 41,1% de los beneficiarios son menores. Además, las prestaciones activas crecen un 17,8% interanual (y los beneficiarios un 19,3%). ¿De verdad hay algo que celebrar en que la pobreza se cronifique y alcance cada vez a más familias?
El IMV nació como red de seguridad para casos excepcionales. Hoy funciona como salvavidas estructural: millones dependen de él porque ni el mercado ni las administraciones públicas son capaces de dar empleos dignos a estas personas. Mientras tanto, los alquileres se disparan, los salarios siguen estancados y la subida de los precios de los productos básicos erosiona día a día la capacidad de compra. El Gobierno convierte en eslogan lo que debería ser una alarma social.
El verdadero reto no es repartir más cheques, sino crear las condiciones para que cada vez menos personas necesiten esa ayuda. Sin una política de empleo ambiciosa, un plan de vivienda accesible y medidas que impulsen salarios dignos, el IMV seguirá creciendo como un parche que no resuelve nada. Convertirlo en el eje de la política social es admitir que el país se conforma con gestionar la pobreza en lugar de combatirla.
El IMV, debería ser en todo caso, una red de emergencia para quienes realmente no pueden trabajar. Lo que corresponde a las administraciones públicas es garantizar un empleo digno a quien sí puede hacerlo, no perpetuar un sistema basado en subsidios y prestaciones que perpetúan la dependencia. Presumir de que hay más personas viviendo de una prestación no es política social: es una derrota colectiva. Que el Ejecutivo saque pecho por ello revela hasta qué punto se ha normalizado la precariedad en España.