Existen muchos problemas en nuestro país, y rara vez los verdaderamente importantes son los que el gobierno se empeña en solucionar. Lejos de las supuestas opresiones a las minorías o de la creciente oleada de odio que nos hacen creer que estamos viviendo, hay otros problemas que afectan directamente a los ciudadanos. Y lo más grave es que no solo se oculta su existencia, sino que, en muchos casos, es el propio gobierno quien los ha provocado.
Uno de estos problemas, que impacta de forma directa en la vida cotidiana de millones de personas, es la gestión del agua. Más allá del constante aumento en el precio de la cesta de la compra, el acceso y control sobre un recurso tan valioso y cotidiano como el agua lleva años siendo objeto de codicia por parte de nuestra clase política.
La reciente DANA que afectó a Valencia puso al descubierto numerosas irresponsabilidades políticas. Sin embargo, para no desviarnos, centraremos la atención en las relativas a la gestión hidrográfica del país. Porque si las cosas se hubieran hecho correctamente, las consecuencias de ese fenómeno meteorológico extremo habrían sido, sin duda, menores. No sabemos cuánto, pero sí menores.
Una de las voces más críticas —y al mismo tiempo más autorizadas— en el ámbito de la gestión del agua en España es la de Pilar Esquinas, abogada y experta en Derecho de Aguas, fundadora y presidenta de Aguaiuris, una organización que defiende los derechos de los usuarios y consumidores del agua. Para Esquinas, el agua, históricamente fuente de desarrollo de grandes civilizaciones —como la egipcia en torno al Nilo—, se ha convertido hoy en un elemento de poder y control: “Quien tenga el control del agua, tendrá el control de la población”.
Esta afirmación no es retórica. A modo de ejemplo, hoy existen en España restricciones para extraer agua de pozos. Los grandes fondos de inversión y corporaciones multinacionales, según denuncia Esquinas, no desean que nadie fuera de su red de control pueda disponer libremente del agua. En una conversación mantenida con Roberto Vaquero, Esquinas reveló datos especialmente preocupantes: lo que antes era considerado un bien común, hoy es tratado como una mercancía. En diciembre de 2020, el agua comenzó a cotizar en bolsa. Esto implica que el agua en España ya no se rige solo por criterios sociales o medioambientales, sino también por las lógicas del mercado y la especulación basada en la escasez.
El origen del problema, según Esquinas, se remonta al Real Decreto Legislativo 1/2001, que reformó la Ley de Aguas de 1985. Aunque esta ley, aprobada bajo el gobierno de Felipe González, declaraba el agua como bien público, permitía la gestión privada de servicios como el abastecimiento, saneamiento o depuración. Esa puerta abierta a la privatización fue ampliada posteriormente, especialmente con las reformas introducidas por el gobierno de Aznar, que facilitaron un uso económico del recurso por parte de empresas privadas.
Hoy en día, empresas como Aqualia o Veolia controlan una gran parte del ciclo urbano del agua en numerosos municipios, donde los ciudadanos carecen de poder de decisión sobre su gestión. Pero el problema va más allá de estas concesiones municipales. En las últimas dos décadas, el control del agua ha pasado a manos de grandes grupos financieros como BlackRock, Goldman Sachs o fondos soberanos extranjeros, que lo tratan como un activo financiero más, es decir, como un objeto de inversión, no de garantía de vida o derecho humano. España, en consecuencia, ha cedido parte de su soberanía sobre un recurso esencial.
Este proceso de privatización y mercantilización no solo tiene un impacto directo en el bolsillo de los ciudadanos, sino que representa una grave amenaza en contextos de crisis: sequías, tensiones geopolíticas o emergencias energéticas. Para Esquinas, el agua también se ha convertido en una fuente de corrupción. Desde 1985, asegura, era práctica habitual inflar presupuestos para infraestructuras hidráulicas, y de esos sobrecostes se habrían financiado grandes partidos. Así lo demostrarían algunas de las macrocausas judiciales más relevantes de las últimas décadas —Púnica, Pokémon, Acuamed, Marismas—, todas ellas relacionadas con la gestión del agua.
A ello se suma el papel de la Unión Europea, que, lejos de resolver el problema, lo habría agravado. La Directiva 2000/60/CE, que estableció un marco común europeo en política de aguas, fue incorporada a nuestro ordenamiento jurídico con efectos muy discutidos en cuanto a la liberalización de la gestión.
En 2005, bajo el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y con Cristina Narbona como ministra de Medio Ambiente, comenzaron a emitirse órdenes que instaban a los ayuntamientos a ceder la gestión del agua a empresas privadas, a pesar de que las infraestructuras seguían siendo financiadas con fondos públicos. En ese contexto, también comenzaron a destruirse infraestructuras hidráulicas cuyo mantenimiento o existencia impedía el control absoluto por parte de las gestoras privadas. Todo ello ha generado efectos nocivos para la población y el medio ambiente.
En cuanto a la estructura institucional, el principal órgano en la gestión del agua es el Consejo del Agua, un órgano colegiado previsto en el Texto Refundido de la Ley de Aguas y en el Reglamento de Planificación Hidrológica. Este consejo asesora y participa en la elaboración de los planes hidrológicos de cuenca. Cada demarcación hidrográfica (como la del Ebro, el Tajo o el Guadalquivir) cuenta con su propio Consejo, que forma parte de la correspondiente Confederación Hidrográfica.
En sus orígenes, en 1986, la mayoría de los integrantes de estas confederaciones eran técnicos y expertos en la materia; los cargos políticos representaban entre un 10 y un 20%. Según denuncia Pilar Esquinas en la entrevista mencionada, actualmente la proporción se ha invertido: los cargos políticos predominan, desplazando a los perfiles técnicos y favoreciendo decisiones guiadas por intereses partidistas antes que por criterios científicos o de sostenibilidad.
Entre las críticas a los actuales planes relativos a la gestión del agua en España, destaca la percepción de que los cambios introducidos no buscan realmente proteger el uso público del recurso hídrico, sino que tienden a restringir derechos adquiridos históricamente por agricultores, ganaderos y explotaciones forestales, dificultando sus actividades con el objetivo —según algunos sectores— de centralizar o monopolizar su control. Sin embargo, el principal eje de controversia es la Ley de Cambio Climático y Transición Energética, aprobada en 2021, la cual ha sido calificada como especialmente perjudicial para determinados sectores productivos. La agroindustria, por ejemplo, denuncia que esta normativa impone costes de adaptación elevados, limita la expansión de sus infraestructuras y condiciona su viabilidad económica. Desde esta perspectiva, se cuestiona que el enfoque ecologista adoptado por la ley —algunos lo califican de radical— prioriza la conservación ambiental por encima del aprovechamiento económico racional del agua, generando tensiones entre sostenibilidad y desarrollo.
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