La inmigración ilegal en España se ha convertido en uno de los temas más controvertidos de nuestra realidad social. Mientras el discurso oficial promueve una narrativa humanitaria que desatiende las consecuencias, las calles de nuestras ciudades son testigos de un problema que no se puede seguir ignorando, la delincuencia asociada a ciertos colectivos inmigrantes, en partículas los menas (menores extranjeros no acompañados), y el abuso de las ayudas sociales por parte de quienes no tienen ningún interés en integrarse.
Los datos son claros: aunque no todos los menas delinquen, este grupo representa un porcentaje desproporcionado en la comisión de delitos menores y graves en algunas comunidades autónomas. Barrios obreros, los mismo que ya soportan el peso de la crisis económica y el abandono institucional, se convierten en zonas de conflicto debido a la incapacidad del sistema para gestionar esta situación de manera efectiva. Lo que se presenta como un problema de acogida humanitaria es, en realidad, una muestra de la incompetencia del Estado para abordar el fenómeno migratorio desde una perspectiva de orden y justicia.
Los menas, que llegan a España sin acompañantes y en su mayoría huyendo de la pobreza, son alojados en centros de acogida que se convierten en focos de tensión. Muchos abandonan estos centros y terminan viviendo al margen de la ley, generando inseguridad en nuestras calles. Los trabajadores y trabajadoras de los barrios populares son quienes pagan el precio de esta desidia.
Otro punto crítico es el abuso de ayudas sociales. Nuestro sistema, financiado con los impuestos de la clase trabajadora, no puede sostener a quienes no contribuyen ni tienen intención de hacerlo. Muchos inmigrantes atraídos por la idea de un «estado de bienestar» que parece estar diseñado más para beneficiarles que para proteger a los españoles en situación de vulnerabilidad. Esto genera un clima de tensión y resentimiento entre la población local, que ve cómo se prioriza a quienes no han aportado nada al país sobre aquellos que lo han dado todo.
Es fundamental adoptar un enfoque firme y pragmático para abordar este problema. En primer lugar, los inmigrantes ilegales que lleguen a España buscando aprovecharse de las ayudas sociales deben ser repatriados de manera inmediata. No se trata de una cuestión de falta de solidaridad, sino de justicia. España no puede ser el paraíso de quien no respetan nuestras leyes ni nuestra cultura.
Los menores que cometan delitos graves también deben ser repatriados junto a sus familias si es posible localizarlas, en lugar de mantenerlos indefinidamente en centros que no cumplen su función. Además, es imprescindible reforzar las fronteras y garantizar que quienes ingresen lo hagan de manera legal y con un compromiso claro de integrarse y respetar nuestras normas.
La inmigración descontrolada no a afecta a las élites ni a los barrios acomodados, impacta de lleno en la clase trabajadora. Los recursos destinados a sostener un sistema de acogida fallido deberían ser redirigidos hacia el fortalecimiento de nuestros servicios públicos y el apoyo a los españoles en situación de vulnerabilidad.
No podemos permitir que la izquierda institucional siga defendiendo un modelo que abandona a los nuestros por un discurso buenista que solo sirve para dividir a la clase trabajadora. El verdadero internacionalismo proletario no consiste en abrir las puertas sin control, sino en luchar por un mundo donde nadie tenga que huir de su país por hambre o guerra.
La inmigración ilegal no puede seguir viéndose como un tema tabú. España necesita recuperar el control de sus fronteras y de sus políticas sociales. Los inmigrantes que respeten nuestras leyes y contribuyan al progreso del país son bienvenidos, pero quienes vengan a delinquir o aprovecharse del sistema deben ser expulsados sin miramientos. Esta es una cuestión de sentido común y justica para quienes sostienen este país con su esfuerzo diario. Quiero decir, la clase trabajadora española.