14 de octubre de 2025

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En la tarde del pasado jueves,...

España y Japón: la alianza olvidada del siglo XVI

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12 de octubre. Mientras gran parte de España recuerda la gesta de Colón y el descubrimiento de América, pocas veces se menciona que, menos de medio siglo después, nuestro país miró aún más lejos. En pleno siglo XVI, en un mundo dominado por potencias rivales, un grupo de españoles llegó hasta uno de los territorios más remotos, sofisticados y cerrados del planeta: Japón. Aquella presencia no fue anecdótica ni meramente religiosa. Detrás hubo diplomacia, comercio, geopolítica, tensiones entre órdenes religiosas, enfrentamientos silenciosos entre imperios y la posibilidad real —aunque casi olvidada— de una alianza entre la Monarquía Hispánica y los señores feudales japoneses.

Exactamente cincuenta años después de que Rodrigo Sánchez de Triana anunciara en el mar Caribe a Cristóbal Colón la vista de unas islas, un junco chino que viajaba de Siam a Cantón y había sido zarandeado por un tifón llegó a la deriva a las islas Ryūkyū. El hecho era uno de tantos naufragios que se repetían cada año, pero septiembre de 1542 entró en la historia universal: en ese barco iban dos comerciantes portugueses, los primeros europeos que se acercaron al archipiélago japonés. Los isleños trataron a los europeos con amabilidad. Desde esta primera época hubo comerciantes lusitanos que residieron temporalmente en la isla de Kyūshū o en algunas islas chinas. En Japón eran bien recibidos por los daimyōs locales.

Las noticias de aquel país recién conocido por los portugueses llegaron a oídos del Papa. Francisco de Xavier, con la intención inicial de llegar a las islas Molucas, acabó partiendo hacia Japón en un viaje emprendido en 1546 junto a su amigo, el capitán Jorge Álvarez. Xavier llevaba años realizando viajes apostólicos en el sudeste asiático. El 15 de agosto de 1549 pisaron tierra japonesa los primeros misioneros: los jesuitas españoles Francisco de Xavier, Cosme de Torres y Juan Fernández. El contexto no podía ser más complicado. Tras sesenta años de guerras civiles entre daimyōs locales, el país estaba empobrecido y fragmentado políticamente. Japón estaba dividido en 66 daimyados —llamados “reinos” por los europeos—. Aunque el emperador conservaba un papel simbólico, el poder real residía en cada señor local. Incluso el shōgun, figura militar suprema en teoría, estaba debilitado y carecía de autoridad efectiva.

La Compañía de Jesús había sido fundada oficialmente en 1540 por medio de la bula Regimini militantis Ecclesiae. Uno de sus primeros miembros fue Francisco de Xavier, enviado por el papa Paulo III a la India como nuncio. Tras su paso por Goa en 1542, llegó a Japón en 1549, alcanzando el señorío de Satsuma (Kagoshima). A mediados del siglo XVI, los jesuitas se consolidaron como la principal fuerza evangelizadora en Japón. Su vínculo con el padroado portugués —el sistema por el cual el rey de Portugal controlaba las misiones en Asia con aprobación del Papa— les otorgó privilegios exclusivos. Además, su presencia continuada en Kyūshū les permitió asociarse a las rutas comerciales portuguesas, especialmente a través de Macao. Los jesuitas viajaban en los mismos barcos que los mercaderes, y a cambio de permitir ese comercio, estos debían pagar tributos a la Corona, lo que facilitaba la financiación de la propia Compañía. La expansión cristiana se vio también favorecida por la conversión de varios daimyōs influyentes, como Ōmura Sumitada, Arima Yoshisada y Ōtomo Yoshishige.

Sin embargo, un acontecimiento transformaría por completo el equilibrio religioso y político. En 1580, con la Unión Ibérica, Felipe II se convirtió también en rey de Portugal. Esto suponía que la Monarquía Hispánica heredaba el control de las rutas comerciales portuguesas en Oriente y, con ellas, la red misionera jesuita presente en Japón. Desde ese momento, la presencia jesuítica dejaba de ser exclusivamente portuguesa para estar, al menos en teoría, bajo la soberanía de la Corona española. Este hecho abrió una oportunidad inédita para que España reclamara un papel directo en Japón y cuestionara el monopolio de una sola orden.

El mismo año, el daimyō de Ōmura otorgó el puerto de Nagasaki a la Compañía de Jesús, convirtiéndolo en la principal base europea en Japón. Pero apenas cinco años más tarde, en 1585, el papa Gregorio XIII emitió una pastoral que concedía de manera exclusiva a los jesuitas el derecho de evangelizar en Japón. Esta decisión, tomada lejos del archipiélago, generó un enorme obstáculo para otras órdenes religiosas, especialmente para los franciscanos, que desde entonces tuvieron grandes dificultades para acceder.

En 1587, Hideyoshi —que se había impuesto como líder militar de facto en Japón— promulgó un edicto anticristiano. Aunque no expulsó completamente a los jesuitas, limitó su presencia. Esa debilidad momentánea fue aprovechada por los franciscanos para intentar entrar a Japón a través de Manila. La situación religiosa en el archipiélago había cambiado: el cristianismo había crecido de manera espectacular. Se estima que en 1570 había entre 20 000 y 30 000 bautizados; hacia 1582-1583, las cifras superaban los 150 000. El número de iglesias y misioneros también aumentó con rapidez —en 1583 se contaban unas 200 iglesias—. El éxito cristiano empezó a percibirse como una amenaza por algunos daimyōs y por el propio Hideyoshi, que en 1587 lanzó una campaña militar en Kyūshū y reforzó su edicto anticristiano.

En este escenario se sitúa la llegada de los franciscanos. Tras décadas de guerras civiles, Toyotomi Hideyoshi se alzó como líder militar y quiso controlar la relación del país con Occidente. Hasta entonces, los jesuitas, apoyados por Portugal y por la ruta comercial de Macao, habían tenido el monopolio de la evangelización y del comercio europeo en Japón. Hideyoshi no estaba dispuesto a depender de una sola potencia extranjera, por lo que buscó diversificar sus contactos y abrir una vía alternativa: España, a través de Filipinas.

En 1591 envió un emisario a Manila. Al año siguiente, el gobernador español respondió con una embajada encabezada por el dominico Juan Cobo, el mayor sinólogo de Filipinas. Su conocimiento del mundo chino era especialmente valioso para Hideyoshi, que observaba la expansión japonesa en el continente asiático. Aunque Cobo murió en el viaje de regreso, los contactos diplomáticos no se interrumpieron. Hubo una segunda embajada japonesa y, como consecuencia de ese acercamiento, Hideyoshi aceptó por primera vez permitir el establecimiento oficial de franciscanos en suelo japonés.

En 1593, fray Pedro Bautista llegó a Japón. Lo hizo con un doble papel: superior de la misión franciscana y embajador diplomático enviado desde Manila. Así comenzó la misión franciscana en Japón, que se prolongaría hasta 1597. Sin embargo, esta apertura no puede entenderse solo desde la figura de Hideyoshi. Desde comienzos de la década de 1580, numerosos cristianos japoneses, especialmente de la isla de Kyūshū, viajaban a Filipinas para solicitar el envío de misioneros. También existían daimyōs descontentos con el comercio portugués de Macao, que beneficiaba principalmente a Nagasaki y dejaba fuera a otros puertos. Para ellos, una relación con Manila a través de los franciscanos podía proporcionar nuevas oportunidades comerciales y equilibrio político.

La Iglesia castellana también comenzó a reaccionar. Tras el edicto de 1587 de Hideyoshi —limitar el cristianismo— muchos cristianos japoneses utilizaron la religión como vía diplomática para reforzar el vínculo con Filipinas. Entre 1587 y 1590 varios grupos viajaron a Manila pidiendo misioneros. Los franciscanos entendieron que la misión en Japón no solo era posible, sino que podía convertirse en una herramienta para fortalecer la presencia castellana en Asia. Se presentaron como evangelizadores, y como garantía para los intereses políticos y religiosos de la Corona española frente al monopolio jesuita.

Para ello desarrollaron una estrategia. Defendieron que la Corona de Castilla tenía derechos legítimos sobre Japón gracias a las concesiones papales de Alejandro VI, que habían otorgado a los Reyes Católicos la responsabilidad de evangelizar las tierras descubiertas. Si esa autoridad provenía directamente del Papa, cualquier concesión posterior que diera exclusividad a los jesuitas era ilícita y atentaba contra la integridad de la Corona. Por lo tanto, la entrada de los franciscanos no solo era legítima, sino necesaria para restablecer el orden original. La evangelización se convertía, así, en un deber político y religioso. Una vez que Alejandro VI encargó esa misión a los Reyes Católicos, el derecho de Castilla en Asia era perpetuo. Por ello, concluían, Japón caía bajo la jurisdicción de Castilla y que el privilegio jesuita carecía de fuerza legal.

Mientras los jesuitas se apoyaban en el prestigio intelectual y el comercio portugués, los franciscanos sumaron apoyos dentro de Filipinas. Agustinos y dominicos respaldaron su entrada en Japón y declararon que no bastaban tres compañías de jesuitas para evangelizar el archipiélago. Manila, además, veía en los franciscanos una oportunidad política: la ciudad era militarmente débil y temía que, tras la guerra de Corea, los samuráis desempleados se convirtieran en piratas y atacaran las costas filipinas. Una presencia religiosa castellana en Japón podía servir de puente diplomático con Hideyoshi y garantizar cierta estabilidad.

Todo este entramado político, económico, religioso e ideológico explica que la llegada de los franciscanos en 1593 no fuera un simple relevo misional, sino el resultado de una estrategia compartida entre Japón, Filipinas, la Corona española, los propios cristianos japoneses e incluso comerciantes portugueses. La misión franciscana fue posible porque ofrecía algo que los jesuitas, atados a Portugal y a Macao, no podían dar: una nueva vía comercial, una legitimidad política distinta y una red de alianzas más amplia.

Fue un momento decisivo en la historia del cristianismo en Japón y el inicio de un conflicto que, pocos años después, marcaría el destino de todas las órdenes misioneras en el archipiélago. A través de esta historia, el 12 de octubre adquiere un significado más amplio. No solo simboliza el encuentro con América, sino también la capacidad de España de proyectarse en el mundo, dialogar con culturas milenarias y tratar de construir puentes —a veces religiosos, a veces diplomáticos, a veces comerciales— con civilizaciones tan poderosas como la japonesa. Pocas veces se recuerda, pero durante el siglo XVI España no solo estuvo en el Pacífico: estuvo a punto de tener una alianza con Japón. Y eso, en el contexto de la época, fue un logro tan audaz como el propio viaje de Colón.

Y, sin embargo, esta historia no termina aquí. Lo que comenzó con la llegada de españoles a Japón tendría una continuación aún más sorprendente: sería Japón quien, décadas después, cruzaría medio mundo para venir a España. Una embajada de samuráis japoneses pisaría Sevilla y Madrid, visitaría nuestras iglesias, negociaría con nuestros gobernantes e incluso sería recibida por el rey.

Porque si en el siglo XVI España llegó a Japón… en el XVII, Japón vino a España.