Supongo que es uno de los signos de los áridos tiempos que corren. La llamada –de manera muy cursi– cultura de la cancelación. Últimamente, se hace muy difícil referirnos a cualquier cosa que no sea cursi. Ese, sin duda, es otro de los signos de esta época confusa en la que, sin misericordia alguna, mandan el meñique levantado y la afectación intrascendente. Lo que antes eran materias archivadas en la simple clasificación de paridas y ahora son catalogadas como reflexiones agudísimas.
La cultura de la cancelación. El precio que uno debe pagar por la libre expresión de sus ideas y por la manifestación pública de sus opiniones. Hoy ha tocado cancelar a Itziar Ituño, famosa, millonaria, proetarra y mártir. La actriz, que ha participado en un acto de afirmación nacional solicitando la amnistía para los presos de ETA, se ha visto sorprendida por la pérdida de sus trabajos publicitarios para un red de concesionarios de BMW y para la compañía IBERIA. Estas empresas no se muestran demasiado convencidas de vincular su imagen a la extorsión y a los tiros en la nuca, y han procedido a resolver su colaboración con la actriz vasca.
A nadie moralmente consecuente le gusta la cancelación. No conozco a ninguna persona culta, educada y responsable que propugne la muerte civil de una persona por razón de expresar sus ideas de manera igualmente culta, educada y responsable. Esta forma de coacción del pensamiento nos conduce a situaciones de dictadura silenciosa que, en nada, contribuyen a un progreso social positivo. Esta ultratecnificada y novísima Inquisición es un factor de retroceso y decadencia de nuestra sociedad: tras siglos de lucha, el ciudadano occidental se habría ganado el derecho a decir lo que piensa y a mostrar su opinión de forma libre. Sin embargo, y con ánimo cainita, una parte de la sociedad se encuentra siempre enfrascada en la cancelación de la otra. Que tire la primera piedra el que no haya intentado cancelar al adversario alguna vez: yo suelo practicar este sucio arte –si bien de manera puramente terapéutica y por estricta recomendación médica– en el estrechamiento de los espacios de la extrema derecha. Desde el otro lado, he sido cancelado tanto que no puedo contar con exactitud las ocasiones.
De todas formas, y como siempre, los que más gritan y se escandalizan sobre esto son los que más cancelan. La melíiflua progresía española –cancelona por naturaleza– que pone en blanco los ojitos y alza al cielo sus brazos cuando alguno de los suyos prueba el sabor de esta receta. Me he reído con muchísimas ganas cuando –a propósito del affaire Ituño– han sacado a relucir el pasado nazi de la empresa BMW siendo que, como ocurre en el presente caso, no les importaba demasiado que la actriz se vinculara a esta empresa nacionalsocialista antes de la cancelación. La progresía pseudoizquierdista que propugna el aislamiento y la omisión de toda opinión contraria –con aburrida contumacia y con monótona rutina– no debería ser tan ruinmente farisea cuando el sorteo toca en uno de los suyos. En este tambor de lavadora giramos todos revueltos como la ropa sucia. Ya lo dijo el gran Discépolo en Cambalache: vivimos revolcaos en un merengue y en el mismo lodo todos manoseaos. También han dicho estos cachondos que a la ETA sí que se la puede apoyar, porque ya no existe. Sin embargo, son los mismos tipos que cancelan cuando se defiende a la Dictadura de Franco– o a Millán Astray, o al Almirante Cervera. Tampoco existen ya pero, día sí y día no, son utilizados como arma arrojadiza en esta guerra cutre que se traen. El distinto rasero de estos impresentables celtíberos.
Lo que ocurre es que la libertad es un camino de dos direcciones. Del mismo modo que abomino de toda clase de cancelación –al menos a un nivel teórico– debo mostrar mi sincera disconformidad con toda aquella que se practique respecto a personas que no piensen como yo, y así lo hago. Y del mismo modo que Itziar Ituño tiene la libertad de mostrar su público apoyo a los etarras presos, las empresas en cuestión tienen también la plena libertad de elegir con quién quieren anunciarse y a quién quieren pagar: con quién quieren vincular su imagen pública y con quién no. Se trata de un asunto tan complejo como lo es nuestra misma sociedad, en el que se nos muestra –una vez más– el difícil equilibrio existente entre nuestros derechos y sus límites respectivos.
Mientras tanto, cada uno de nosotros seguirá intentando hablar sin que le callen y opinar sin que –el tonto a las tres de turno– pretenda enterrarnos dentro del cajón oscuro del silencio culpable.