La ruptura era cuestión de tiempo. Junts per Catalunya ha decidido finalmente levantar el muro: vetará todas las leyes que presente el Gobierno de Pedro Sánchez y convertirá el Congreso en un campo de minas legislativas. No es una pataleta momentánea, sino la constatación de una verdad que muchos en Moncloa fingieron no ver: Junts nunca fue un socio de gobierno, sino un rehén con dinamita en la mano.
Durante meses, el Ejecutivo socialista se sostuvo sobre un equilibrio imposible, donde cada votación se convertía en un chantaje, y cada concesión —amnistías, cesiones, gestos simbólicos— en un nuevo peldaño hacia la inestabilidad. Hoy ese castillo de naipes se ha derrumbado, y lo hace por el mismo lugar donde se levantó: la dependencia del independentismo.
El movimiento de Junts no busca reformar nada, ni mejorar leyes, ni representar a la ciudadanía catalana. Busca imponer una agenda rupturista, mantener viva la tensión territorial y, sobre todo, demostrar que el poder en España puede secuestrarse desde los márgenes. No hay voluntad de diálogo, solo cálculo político y oportunismo.
Sánchez, que se presentó como el garante de la “estabilidad y el progreso”, se enfrenta ahora a su propio espejo: un país sin presupuestos, sin mayorías, y sin credibilidad parlamentaria. El Gobierno que prometió reconciliación ha terminado rehén de su propia estrategia de supervivencia.
La política española entra en un nuevo ciclo: el del bloqueo total. Y aunque desde Moncloa se intentará maquillar la situación con discursos de “responsabilidad institucional”, lo cierto es que la legislatura está herida de muerte.
Junts ha cumplido su amenaza. Y Pedro Sánchez ha descubierto que, cuando pactas con quienes quieren romper el país, el que acaba roto eres tú.