Si España llegó, a través de las órdenes religiosas —primero jesuíticas y después franciscanas—, hasta el Japón, la contrarréplica no se hizo esperar. En el siglo XVI, nuestro país, para mayor gloria del Imperio de Felipe II, recibió una embajada de jóvenes japoneses. La hazaña, por su singularidad, es única, aunque poco conocida incluso dentro de España. La expedición Tensho —desde la salida de Nagasaki el 20 de febrero de 1582 hasta su regreso el 21 de julio de 1590— se prolongó ocho años y cinco meses, aunque su estancia efectiva en tierras europeas fue de un año y ocho meses; un lapso relativamente breve si se compara con la duración total del periplo, pero decisivo para fijar, en el imaginario político-religioso de la época, la posibilidad de un diálogo simbólico entre la Cristiandad europea y un Japón en proceso de unificación.
La expansión ibérica en Asia durante la segunda mitad del siglo XVI formó parte de un proceso de interconexión global sin precedentes, articulado en una red de rutas marítimas, comerciales y misiones religiosas. En el archipiélago japonés, la presencia europea se configuró principalmente a través de la Compañía de Jesús, que desde 1549 —con la llegada de Francisco Javier— estableció misiones en Kyūshū. La conversión de varios daimyō—Ōmura Sumitada, Ōtomo Sōrin y Arima Harunobu, entre otros— facilitó una consolidación institucional del cristianismo que, aun siendo minoritaria, permitió a los jesuitas ensayar estrategias de contacto intercultural.
En ese marco emergió la figura de Alessandro Valignano, visitador de las misiones de la India Oriental desde 1573. Su concepción de la “acomodación cultural” (adecuación sistemática de los métodos misionales al tejido social y a las formas locales) se apartaba de cualquier de imposición.

La Embajada Tenshō se entiende, en gran medida, como una pieza de esta visión. Concebida por Valignano en el otoño de 1581, la iniciativa de enviar a jóvenes nobles japoneses a Europa pretendía, más que una embajada formal, una operación de valor pedagógico: convertir a los muchachos en testigos de la “gloria y grandeza” de la cristiandad. Y por ende, de sus monarcas, de sus ciudades.
Ante la imposibilidad de acompañarlos hasta Europa por su inesperado nombramiento como superior de Goa, Valignano dejó al rector del Colegio de Goa, específicas instrucciones de cincuenta y cinco puntos. En ellos se priorizaban dos fines: “buscar el remedio temporal y espiritual necesario en Japón; y capacitar a los jóvenes para que, a su vuelta, acreditaran en Japón la majestad de la fe cristiana. Con Valignano en Goa, la comitiva —acompañada por Diogo de Mesquita como intérprete y tutor— se abrió paso por las escalas habituales (Macao, Cochín, Goa…), esperando vientos favorables. Tuvieron que recomponer los itinerarios numerosas veces, unas por motivos meteorológicos, otros políticos.
La unión dinástica que dio como resultado que Felipe II se izara rey de Portugal en 1581, desplazó el protagonismo desde la corte de Lisboa, a Madrid. En consecuencia, se reorientaron los planes de la misión dando más peso a la Península. Los jóvenes desembarcaron en Lisboa el 10 de agosto de 1584. A finales de octubre, estaban en Toledo. Los jóvenes japoneses, sin pretenderlo, fueron testigos de hechos clave de la historia de España: el 11 de noviembre asistieron en Madrid a la jura de Felipe III. Tres días después, mantuvieron audiencia privada con Felipe II, precedida por un desfile multitudinario que convirtió a aquellos “embajadores” en espectáculo.
El monarca, informado por intérpretes cualificados, interrogó con curiosidad pragmática sobre Japón. Más allá de la cortesía, Felipe II fue parte del éxito de la misión. Y es que les otorgó salvoconductos, carruajes y fondos, facilitando el tránsito hacia el Mediterráneo (Alcalá, Murcia, Elche) y el embarque en Alicante rumbo a Italia.
En la península itálica, el dispositivo ceremonial se amplificó. Tras arribar a Livorno el 1 de marzo de 1585 y visitar Pisa y Florencia, la comitiva entró en Roma el 22 de marzo. Gregorio XIII los recibió con pompa pública besamanos. La muerte del pontífice y la rápida elección de Sixto V no redujeron el favor papal: el nuevo papa elevó de 4.000 a 6.000 ducados la asignación anual a la misión, un espaldarazo tangible al programa jesuítico en Japón. Es digno de mención que se encargó a Tintoretto retratar a los cuatro jóvenes.
Concluida la etapa europea, la comitiva dejó Lisboa el 8 de abril de 1586. El viaje de vuelta no tuvo el recibimiento esperado. A la llegada de la embajada, los jóvenes hallaron un Japón distinto al que había cuatro años antes. El edicto de 1587 de Toyotomi Hideyoshi, prohibía la actividad misionera y ordenaba la expulsión de los jesuitas. La autorización de Hideyoshi para que Valignano —en calidad de embajador— entrara en Japón muestra sin emargo que ante la prohibición existía cierto pragmatismo. Aunque no se logró la derogación del edicto, se acordó una tolerancia de facto: los jesuitas podrían permanecer con discreción.
El viaje se recogió en el De Missione Legatorum Iaponensium ad Romanam Curiam (Macao, 1590), redactado bajo la dirección de Valignano, con treinta y cuatro coloquios dialogados que combinan geografía, costumbres, política y teología a partir de diarios y testimonios de los muchachos y de sus tutores. La obra, concebida para la pedagogía de colegios y seminarios, no se trasladó al japonés y terminó usada como manual de lectura de latín. En el plano doctrinal, De Missione cristaliza el ideal de acomodación cultural: no se trata de un catecismo de superioridad europea, sino un intento de traducción intercultural entre la fe católica y los valores japoneses.
Desde la perspectiva europea, la Embajada Tenshō se leyó como una validación del proyecto misionero de la Contrarreforma: Felipe II y los papas no actuaron solo por piedad, sino para mostrar su poder y la superioridad cristiana. Desde la óptica japonesa, el viaje tuvo implicaciones complejas. Para los daimyō cristianos, la alianza con la Iglesia reforzaba posiciones locales en un proceso de unificación que culminaría bajo los Tokugawa; para Hideyoshi, fue un asunto de orden público y utilidad económica y diplomática.
Con todo, la memoria de la embajada perdura como símbolo de apertura y curiosidad intelectual y, sobre todo, como demostración de que el encuentro entre Europa y Japón en el siglo XVI no fue únicamente un episodio religioso o diplomático. Fue una compleja empresa de mediación cultural.
Bibliografía (APA 7)
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