Durante años, la Unión Europea defendió un modelo económico basado en la apertura total, las cadenas globales de producción y la mínima intervención pública. La industria pesada se fue deslocalizando, la producción se trasladó fuera y el empleo industrial perdió peso en buena parte del continente. Hoy, ese modelo empieza a cuestionarse incluso desde Bruselas.
La Comisión Europea plantea ahora destinar hasta el 25 % de los ingresos futuros del impuesto al CO₂ en frontera a apoyar a la industria europea. No se trata de una decisión cerrada ni de una norma ya aprobada, sino de una propuesta que se encuentra en fase de debate y negociación dentro del rediseño del sistema presupuestario y fiscal de la Unión. Aun así, el simple hecho de que se ponga sobre la mesa resulta significativo.
El impuesto al CO₂ en frontera tiene como objetivo evitar que productos importados, fabricados con estándares ambientales más laxos, compitan en ventaja frente a la producción europea. Hasta ahora, el enfoque se centraba en penalizar esas importaciones, pero el debate actual va un paso más allá: utilizar parte de esa recaudación para reforzar la capacidad productiva interna, ayudando a sectores estratégicos como el acero, el aluminio o el cemento a modernizar sus procesos y reducir emisiones sin verse abocados al cierre o a la deslocalización.
Este giro no surge por una conversión ideológica, sino por necesidad. La pandemia, la crisis energética tras la guerra en Ucrania y las crecientes tensiones comerciales globales dejaron al descubierto una realidad incómoda: Europa depende del exterior para bienes esenciales y para una parte relevante de su base industrial. El mercado global, por sí solo, no garantizó seguridad económica ni estabilidad productiva.
Aunque desde las instituciones europeas se evite el término, lo que se discute es una forma de proteccionismo industrial. No se trata de cerrar fronteras ni de romper con el comercio internacional, sino de proteger y fortalecer la producción propia frente a una competencia global cada vez más agresiva. Es, en el fondo, una admisión implícita de que deslocalizar la industria y confiarlo todo al mercado tiene límites evidentes.
Conviene subrayar que no hay una decisión definitiva aún y que la propuesta deberá negociarse entre las instituciones europeas y los Estados miembros. Sin embargo, cuando incluso la Unión Europea empieza a asumir que necesita industria para sostener su economía, el dogma de la globalización sin límites deja de ser intocable. No es una ruptura total, pero sí una señal clara de cambio de rumbo.