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«Mis alumnos se ríen de mí cuando hablo en lenguaje inclusivo»

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Entrar en un aula de segundo curso de la ESO a menudo entraña sus “riesgos”. Más aún, si el docente no es más que un anodino que parece esforzarse en ser la diana de treinta y seis gorriones sedientos de diversión.
Llevar el mal llamado lenguaje inclusivo a las aulas es, hoy por desgracia, una de las propuestas de innovación e “inclusión” con las que la moda queer intenta meter el pie en la didáctica de los másteres universitarios de formación del profesorado. A los futuros docentes, profesionales en su materia, se les da ahora formación para incluso aprender a “deconstruir” a sus alumnos a través de talleres de masculinidades. Atender debidamente, más allá de realizar burdas adaptaciones curriculares, a todos aquellos alumnos en situación de exclusión social, riesgo de pobreza o potencial abandono escolar se ha vuelto algo secundario para algunos de los profesionales al cargo. ¡Ahora todo se soluciona deconstruyéndonos, siendo inclusivos y reconociendo realidades inventadas!
Jorge, que cena todas las noches salchichas fritas porque su familia está en la cuerda floja económica, debería entender y afrontar con seriedad la importancia de hablar en lenguaje inclusivo y de deconstruirse, porque, claro, es muy importante.
Recuerdo cuando en uno de los varios talleres que a los profesores se nos hace atravesar en el máster de formación del profesorado se nos enseñó a distinguir mediante una tabla de puntuaciones qué estudiantes eran más privilegiados que otros para, posteriormente, hacer entender a nuestros alumnos cuán privilegiados son unos respecto a otros. En ella aparecían factores como blanco, negro, chino, gitano, judío, heterosexual, homosexual, transexual o no binario, entre otros. Al lado de cada uno venía asignada una puntuación, que había de sumarse según cuantos factores reuniese el alumno a analizar. Por fin podremos enseñarle a nuestro pequeño Jorge, que cena salchichas fritas todas las noches, que es un privilegiado, porque, claro, es varón, blanco, payo y heterosexual hasta que demuestre lo contrario.
Los profesores atravesamos con verdadera incredulidad escenas que son propias de una mala comedia de fin de año. Entre ellas, la de contemplar como algunos docentes del máster se tropiezan en cada palabra y cuyo único logro que se les puede atribuir es que no se les haya caído la lengua hasta el momento. La verdad es que tiene mérito.
En mi paso por el máster, conforme avanzaban las semanas cada vez más compañeros comenzaban a rebelarse contra varias de estas propuestas metodológicas, pues a menudo prescindían de recorrido lógico, generaban confusión, no tenían enfoque y a veces ni siquiera contenido; tan solo se basaban en moralismos vacíos. Todavía se me ponen los pelos de punta cuando recuerdo aquella vez en que nos hicieron levantarnos de nuestros asientos para que comenzásemos a hacernos cosquillas y a agarrarnos de las orejas para «sentirnos mejor los unos a los otros». Seamos consecuentes, ¿cómo diablos vamos a formar a nuestros profesores para que hagan eso con sus alumnos de 11 años? ¿Qué será lo siguiente? Miedo me da seguir escribiendo.
Sin embargo, fue todo un alivio comprobar fuera del aula que, efectivamente, la gran mayoría de los profesores que atraviesan experiencias como esta sienten un fuerte rechazo hacia ellas y las ven como lo que realmente son, anécdotas de gente extraña que se esfuerza en hacer el ridículo, nada más. Y es hilarante observar a la otra parte, la minoría mal gestada que se esfuerza en adoptar con un espíritu propio del más grande de los héroes de la justicia social la disposición a deconstruir a sus alumnos.
Todo tiene sus consecuencias, ya lo adelantaba el título de esta columna. Al menos los gorriones se lo pasan bien.

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