Una vez más, la corrupción golpea al Gobierno, y una vez más, la izquierda guarda silencio. El caso Begoña Gómez, que afecta directamente al entorno del presidente del Gobierno, y el caso Koldo, que implica a antiguos altos cargos en contratos públicos durante la pandemia, han puesto a prueba la coherencia de quienes, años atrás, hicieron de la lucha contra la corrupción su principal bandera.
Podemos, partido que nació con la promesa de regenerar la política española y defender a los trabajadores frente a los abusos del poder, parece haber cambiado de rumbo. Lejos quedan las manifestaciones frente al Congreso, las denuncias contra las cloacas del Estado y el discurso firme contra el bipartidismo corrupto. Hoy, en el seno del Gobierno de coalición junto a Sumar y el PSOE, el partido opta por el silencio.
En 2016, sus líderes no dudaban en señalar al Partido Popular y exigir dimisiones. Ahora, ante casos que afectan a su propio espacio político, la reacción es otra: apelan a la presunción de inocencia, acusan a la prensa de manipulación o simplemente evitan pronunciarse. Todo ello en nombre de un objetivo superior: alejar del poder a la “extrema derecha”.
Pero, ¿cuántos casos más harán falta para que se cuestione esta excusa para mantenerse en el poder? ¿Cuántas veces se podrá justificar la inacción bajo el lema del «mal menor”?.
La doble vara de medir ha sido evidente. Cuando la corrupción salpicaba al PP, Podemos reaccionó con dureza: protestas, rodeos al Congreso, discursos encendidos y exigencias de dimisiones inmediatas. Aquella corrupción era intolerable, incompatible con la democracia. Sin embargo, cuando los escándalos estallan ahora dentro del gobierno del que forman parte —con el PSOE en el centro del huracán—, el silencio es atronador. No hay movilización, ni exigencias firmes, ni la misma indignación. La lucha contra la corrupción, que fue su bandera, se ha convertido en una consigna selectiva.