La degradación de los pueblos españoles es un problema económico y demográfico que está generando consecuencias sociales cada vez más graves. Muchos pueblos en declive por el aumento de la conflictividad, derivada del modelo migratorio actual. Con la despoblación y la falta de oportunidades laborales, los jóvenes cuyo futuro pasa por estudiar una carrera y tener un trabajo cualificado marchan a las ciudades, y los pueblos quedan vacíos, envejecidos y sin apenas tejido productivo.
Ante esta situación, los políticos han impulsado la llegada masiva de inmigrantes como supuesta solución para “repoblar” y obtener mano de obra barata. Sin embargo, lejos de solucionar el problema —y como ya se ha visto— esta inmigración masiva está generando graves tensiones. La mayoría de los inmigrantes que llegan no se integran en la vida de los pueblos, no porque no quieran en todos los casos, sino porque la capacidad de asimilación de estos municipios se ve colapsada ante el ingente número de personas que llega cada año.
Se forman guetos y núcleos concentrados que, en ocasiones, se sitúan en el centro del pueblo, donde las casas son más viejas y, por tanto, más asequibles, sin que se cree un vínculo real con los vecinos autóctonos. Esto impide que los inmigrantes puedan afrontar tareas fundamentales del proceso de integración, como el aprendizaje del idioma o la adaptación a las costumbres locales.
Los pueblos no disponen de recursos económicos ni de una estructura social adecuada para asimilar a grandes cantidades de personas con culturas, costumbres y visiones de la vida muy distintas. La convivencia real requiere una integración profunda y tiempo, no la simple llegada de mano de obra barata como parche demográfico.
Lo que sucede en muchos pueblos de España es que la inmigración termina reproduciendo el mismo escenario que en los barrios degradados de las ciudades: comunidades aisladas, falta de convivencia y aumento de la inseguridad y la conflictividad.
Casos como los recientemente vividos en Torre Pacheco no son excepciones aisladas. Son el resultado de un cúmulo de pobreza, falta de integración y, evidentemente, de un porcentaje de inmigrantes que llegan con el objetivo explícito de delinquir, atraídos por la tranquilidad de los entornos rurales.
Esto no significa que todos los inmigrantes sean delincuentes —como repite la demagogia barata de cierta derecha casposa—, pero sí que una parte significativa acaba generando problemas de convivencia que antes no existían en esos pueblos.
La solución no pasa por discursos moralistas que niegan la realidad, ni por el racismo que solo sirve a las élites para dividir a los trabajadores. La solución pasa por frenar la inmigración masiva, invertir en la reindustrialización de los pueblos y generar condiciones de vida dignas para sus habitantes.
Si no se revierte esta dinámica, los pueblos españoles seguirán degradándose hasta convertirse en focos de marginación y conflicto, sin identidad ni cohesión social.