sábado, abril 27, 2024

Que se joda Kant

Una mirada transversal hacia el feminismo

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Como todos los años, me gusta volver la vista hacia el ocho de marzo (8M para los versados en la materia) desde la barrera y toro pasado. Por si me leyese algún incauto, recomiendo pasar este día tan importante en el que no se celebra el día de la mujer trabajadora, sino que se reivindica el día de la mujer a secas, con todo lo que eso conlleva, aislado de todo estímulo externo. Desconecten ustedes el televisor, apaguen el móvil, lancen el rúter por el balcón, con cuidado, eso sí, de no abrirle la cabeza a nadie. Y lean. Lean, que les hará falta para afrontar los tiempos que corren. Y aún más los que están por venir. El caso es que, por no extenderme innecesariamente, este año me he percatado de varias cosas. La primera, la más evidente, es que el feminismo ya no es lo que era. Las calles olían a desencanto y a naftalina y los movimientos se han terminado fragmentando. Todos quieren su pedacito de pastel, oiga, que trabajar es muy duro y hay que madrugar. Pero esto es algo que todos saben y en lo que no merece la pena desgastar las teclas. Vayamos por partes.

Treinta y cuatro mil mujeres recorrieron este pasado ocho de marzo las calles de Madrid, en pos de la libertad y los derechos humanos, según Europa Press. Causas nobles. De esas que se escriben con mayúscula, en ocasiones, aunque no siempre. Esa cifra no es nada desdeñable, y podría suponer un conteo significativo en otro contexto. No obstante, es síntoma de fatiga. De decadencia. Basta compararla con las más de ciento setenta mil mujeres que marcharon el 2018, cuando ser feminista era cool, y trendy, y además si lo eras te guiaba Irene Montero, sin duda nuestra Lady Godiba contemporánea. Ese pinchazo, como lo definen algunos, se junta con la división. Se ve que la libertad y los derechos humanos son volubles, y cada cual tiene los suyos. De un lado están las feministas radicales o radfem, que son la de toda la vida, las víctimas sempiternas del patriarcado, que no quieren ser ingenieras ni con cupos, por lo que sea. Del otro, las queers, ese movimiento fresco y revitalizante que nos enseña que una mujer no sólo puede tener pene femenino, sino que, si lo tiene, mejor que mejor, oiga. Y, claro, eso del otro lado cae regular, así que dos manifestaciones. Será por calles. Pero, no se quede el lector en los detalles; al fin y al cabo, eso son minucias. Si algo ha logrado el feminismo, y todo logro es digno de elogio, son dos cosas. La primera, ratificar su lema #SeAcabó, que ha inundado durante meses las redes sociales y ha ilustrado el movimiento con bonitas pancartas pintadas a mano, que es como se hacen las cosas buenas. Porque parece que escampa, señores, aunque no falte quien se niegue a cerrar el paraguas. La segunda, a mi humilde parecer, es la más importante: el feminismo, mediante su evolución natural, el llamado feminismo queer, es tan transversal que ha sido capaz de llegar a sectores poblacionales que el feminismo clásico jamás habría soñado con llegar: la población general, el vulgo, el populacho; en definitiva, la clase trabajadora. Un sector del que el feminismo tradicional, por su naturaleza burguesa y conservadora, ha renegado siempre como, por otra parte, lo hace el nuevo queer, ya que, como ilustraré en adelante, esta atracción ha sido secundaria, y es a menudo negada y rechazada por los chamanes de su doctrina. Veamos.

Uno de los grandes dogmas del feminismo contemporáneo es la negación de la existencia de cualquier tipo de relación entre la biología humana y su comportamiento en sociedad. Este movimiento niega que los gustos, aficiones, preferencias, el modo de enfrentarnos a la vida, la ocupación laboral e incluso la orientación sexual, entre otros temas, no tienen nada que ver con nuestra condición biológica de hombres y mujeres, sino que se debe única y exclusivamente a nuestra socialización. La condición de hombre viene dada por su socialización masculina. La de mujer, por la femenina. Y es por ello que el principal objetivo del feminismo es romper con esos estereotipos en cuanto a la socialización, asumiendo que, si se le dan juguetes neutros a los niños, si se les tratase de la misma manera aséptica, todos los rasgos distintivos que hacen diferentes a los hombres de las mujeres quedarían relegados al pasado, a ese pasado machista y opresor del que tratan de huir a toda costa. Así se construirá la ansiada sociedad 50-50, donde en todos los ámbitos, en todas las ocupaciones, habrá el mismo número de hombres y mujeres. A excepción, obviamente, de aquellos en los que sean las mujeres el colectivo sobrerrepresentado ya que, en ese caso, como es de suponer, no existe discriminación alguna. Diría que precisamente de ahí, entre otros lugares, es de donde viene la guerra radfem-queer. Los hombres, por mucho que cambien su sexo registral y digan sentirse mujeres, han socializado como hombres desde su infancia y, por lo tanto, deben serlo, ya que no han experimentado las discriminaciones inherentes a la mujer, ese ser tan desvalido e indefenso. Tan discriminado. Y claro, no es justo. Porque ser mujer, como bien dijo la exministra Montero, es sufrir. Ser mártir. Y, por qué no, santa. Lo que pasa que su premisa es el germen de la teoría queer, o al menos, eso piensa el que teclea. Piensen ustedes. Si la condición biológica del ser humano no tiene influencia alguna en su carácter, en sus habilidades, en sus capacidades físicas, en su modo de actuar, de sentir o de reaccionar ante un problema… entonces, ¿por qué no prescindir de ella? ¿Por qué no negar directamente la biología? Si la socialización define hombres y mujeres, ¿por qué negar que un cambio repentino en la socialización, por sutil que pareciese, redefiniría los paradigmas hombre/mujer? Hete aquí, querido lector, el kit de cuestión.

Me resulta paradójico, supongo que como tal vez a usted que me lee, y tantos otros, que, pese a las dificultades sociales y el sufrimiento intrínseco a la condición de mujer, el registro civil de muchas localidades esté colapsado por hombres biológicos que quieren solicitar el cambio de sexo registral a raíz de la conocida como ley trans, de Irene Montero. De ellos se hacía eco, entre otros muchos medios, The Objective, que describía cómo tras pocas semanas tras su aprobación, los registros de grandes ciudades (he de reconocer que en pueblos o pequeñas localidades sería menos reseñable) como Madrid, Córdoba o Pamplona los funcionarios declaraban “estar desbordados” y “sin siquiera saber cómo proceder”. Espero que a día de hoy hayan recibido las directrices necesarias para acabar con el sufrimiento de todas esas mujeres trans, probablemente uno de los colectivos más oprimidos y vulnerables sobre la faz de la tierra. Y es que queda mucho camino por recorrer. Recientemente habrán escuchado que 37 funcionarios ceutíes han cambiado su sexo registral en busca de beneficios sociales y laborales, añadía la prensa, sin duda fascista. Ya me dirán ustedes qué beneficio puede sacar cualquiera en pasar a formar parte de un colectivo oprimido y vulnerable, que invierte de media 7 horas más a la semana en labores del hogar. Es indignante. Incluso Sonsoles Ónega, cuya destreza como escritora desconozco, porque no he tenido ocasión de leer su obra, ha protagonizado diversas escenas de apuro estas semanas. Hablando con mujeres no normativas, calvas, barbudas y examinadas de la próstata. Un claro ejemplo ilustrativo de que la transfobia sigue muy viva en nuestras sociedades, y empapa y embadurna de su intolerancia todas sus capas. Debemos deconstruirnos, no cabe duda. Dijo Kant en la “Crítica de la razón pura” que ante una cosa hemos siempre de preguntarnos qué es en sí misma; cuál es su naturaleza con independencia de su apariencia ante nosotros. Pero Immanuel era un hombre opresor blanco cis hetero. Un pollavieja. Un fascista. Un verdadero hijo de puta. De modo que yo le aconsejo que haga oídos sordos a ese sinvergüenza privilegiado y mejor se pregunte cómo será que siente aquello que observa. O cómo se siente usted al respecto. Y que rechace todo atisbo de lógica o de ciencia occidental colonialista. Y que, ante la duda, que seguramente en algún que otro momento le asaltarán, lo que haga sea preguntarse qué querría el Gobierno. Porque el Gobierno, mi querido lector, representa el bien. Y por más que cambie de opinión, nunca se equivoca.

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