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Según el Sistema Español de Alerta Temprana (SEAT), las benzodiazepinas se acaban de colocar a la cabeza como la droga, por delante de los opioides y la cocaína, que más muertes provoca en nuestro sedado país. Les relataré una terrible jornada que recuerdo, cuando la situación estaba algo mejor.

Corría el verano del 2010, todavía siendo yo un novato lleno de la energía y la motivación que caracteriza a la juventud, comenzaba una nueva jornada de trabajo en las Urgencias del Príncipe de Asturias, Alcalá de Henares. Tras recibir el cambio de mi compañero, cogí un aparato de tensión y un saturímetro y me dirigí al lateral oeste de la sala, para comprobar las constantes vitales y la medicación de los dos pacientes que de momento tenía a mi cargo. Justo tras saludar y presentarme al primero, escuché cómo José, técnico de ambulancias, me llamaba desde la entrada al box en el que me encontraba.

–Daniel, deje usted lo que está haciendo y venga aquí ahora mismo para ayudar a esta pobre alma –siempre nos hablábamos de usted, algo que empezó como una broma, pero ahora se había convertido en algo nuestro.

Me acerqué a la camilla para ver de qué se trataba. Mujer joven, de unos 25 años, muy bajo nivel de conciencia. El pulsioxímetro me ofreció información: 56 latidos por minuto, 97% de oxígeno basal. No estaba crítica.

–¿Cómo se llama? ¿Qué ha ocurrido? –pregunté a José.

–Celia Murillo, llamó ella misma al 112 para avisar que había ingerido un blíster de diazepam.

–¡Celia! –grité a su oído mientras agitaba su hombro con brusquedad. No hubo respuesta. Pincé el trapecio con pulgar e índice y retorcí la piel con alevosía a la vez que volví a gritar su nombre.

Esta vez, la chica respondió con vagos quejidos. Entre José, María (la auxiliar) y yo, traspasamos a la paciente a la cama del box 14.

–María, ¿puedes ir tomándole la tensión mientras preparo las cosas para el lavado?

Cogí lo necesario y volví al box donde María me informó de la tensión arterial: 100/50 mmHg. Terminé de abrocharme la bata desechable para proteger mi uniforme y comencé a añadir agua al bote de carbono inactivo para dejarlo preparado. Después, ya en el lateral de la cama, abrí la sonda gástrica, la jeringa de 60 ml sin émbolo para usarla a modo de embudo, y los dos botes de un litro de agua estéril.

Celia, sentada a 40º, seguía sin responder. Su saturación de oxígeno había mejorado, ya que María, eficiente como siempre, le había puesto oxigenoterapia a través de unas gafas nasales. Sujeté su nuca con mi mano izquierda, inclinando su cabeza hacia el pecho y aproximé la derecha, que sujetaba con firmeza la sonda, a la entrada de su boca.

–Ábrele la boca, por favor. –indiqué a María.

Introduje los primeros centímetros y Celia no mostró ninguna resistencia. Continué profundizando en su garganta con la mirada saltando de su rostro al saturímetro y con los oídos atentos a escuchar la primera tos, indicativo de que la sonda se encontraba en el tracto respiratorio y no en el gástrico. Esta vez parece que la suerte nos acompañaba. Tras comprobar que estábamos realmente en el estómago (mediante el pH del jugo gástrico), procedí a introducir el agua con ayuda del embudo. Cuando había vertido algo más de la mitad del bote, hice descender la cabeza de la sonda hasta la palangana que reposaba en la cama, entre las piernas de la paciente, haciendo que el contenido del estómago fuera brotando como si de un desagüe se tratase. María contó en alto, una, tres, seis, siete pastillas blancas aparecieron mezcladas con restos de otras ya disueltas.

Volví a repetir el proceso hasta que la sonda me devolvió el agua limpia. Era el momento de introducir el carbón inactivo, que se encargaría de absorber el medicamento que no hubiéramos podido extraer, y retiré la sonda para que ésta vez no vomitara el antídoto.

Ya con los guantes en la basura y con las manos deshaciendo el nudo de la bata en mi abdomen, noté una presión punzante en mi espalda.

–Arriba las manos, deja de hacer lo que estás haciendo –me dijo Sofía, otra técnico de ambulancia. –Tienes otra bella durmiente que despertar.

Al darme la vuelta, no di crédito a lo que veía. Otro caso similar.

Ya en el vestuario, con la jornada realizada y la conciencia tranquila por el trabajo bien hecho, no era todavía capaz de asumir lo que mis ojos acaban de ver. Cinco intentos autolíticos en un turno de siete horas. Cinco seres humanos, hombres y mujeres, la mayoría jóvenes, que intentaban decir basta, usando como vía, la medicación que les había recetado el psiquiatra de turno. A la mañana siguiente me enteré de algo peor. En el turno de la tarde tuvieron que atender a dos criaturas de 14 y 15 años por lo mismo.

En la siguiente les explico por qué estamos así.

2 COMENTARIOS

  1. Soy una de esas personas que ha vivido este relato en carne propia una y otra vez.
    Es realmente agotador que recaiga sobre los enfermos la responsabilidad de rechazar las drogas con receta. Tengo 29 años y llevo desde los 22 luchando contra mis demonios y a su vez contra los medios nada efectivos que me ofrece la sanidad. No te mandan al psicólogo cada mes, te médican hasta que tu mismo te cansas de pedir ayuda. Destrozan la fe de uno en encontrar una solución. Me alegro mucho de tener la fuerza de haber dejado todo eso y estar enfocada en mis metas pero a la vez tengo miedo de que esta realidad tan cruda que vivi sea capaz de volver a arrastrarme de los talones. La sanidad necesita una reforma o no habrá nadie que la necesite, porque ya no estarán entre nosotros.

  2. Gracias por visibilizar esta ENORME PROBLEMATICA CON EL TEMA DEL SUICIDIO, voy mucho a urgencias pidiendo ayuda y cada vez tengo menos esperanza en nada, mi padre se suicidó y soy mendigo en Madrid, ayudo a gente con estos problemas a traves de wasap y me estoy formando para poder ayudar a la gente bien

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