Hace unos días, un inversor inmobiliario lo soltó sin pestañear: <<Hace quince años un albañil cobraba 2.000 euros. Hoy está en 1.200, trabajando diez horas al día.>> Lo decía como si fuera un dato neutro, sin darse cuenta de que acababa de describir una de las grandes vergüenzas del sector.
En 2007, uno de cada cinco obreros tenía menos de 30 años. Hoy no llegan ni al 5 %. La mayoría son mayores de 45, y los jóvenes ni se acercan. Saben lo que hay: largas jornadas, mucha responsabilidad, sueldos bajos y contratos en precario. El relevo generacional no es que esté en peligro: ya no existe.
La contradicción salta a la vista. España necesita más viviendas, las promotoras no paran de construir y los precios siguen subiendo sin control. Pero quienes hacen el trabajo duro (los que cargan sacos, levantan andamios y vierten hormigón) siguen cobrando lo mismo o menos que hace años. El problema no es la falta de mano de obra, sino que nadie está dispuesto a trabajar en esas condiciones. Y mientras tanto, los beneficios del sector siguen firmes como una losa. El dinero está, pero no baja al tajo
Esto no se soluciona importando mano de obra extranjera dispuesta a aceptar sueldos más bajos y peores condiciones, se soluciona dignificando el oficio: invirtiendo en formación, pagando lo que vale y, en definitiva, respetando a quienes de verdad construyen este país. Porque sin ellos, no hay hogares, ni hay futuro.