viernes, diciembre 27, 2024

Un año tras otro

Debajo de las mesas adornadas y de las empaquetadas compras, se extiende un país cada vez más pobre. Más miseria pese a las fanfarrias oficiales y más desvergüenza y más desfachatez de una oligarquía que vive absolutamente al margen de nuestros verdaderos intereses.

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Este año las Navidades me están resultando muy tristes. No sólo porque me ha llegado a afectar la reciente desgracia de nuestros compatriotas valencianos sino porque -un año tras otro- uno va haciéndose cada vez más consciente de su propia soledad. En estas fechas, todo se confunde y se solapa. Los vivos con los muertos, las fechas del pasado con las del presente, los que se fueron con los que se quedaron, las Navidades que hemos ido viviendo y las que nos esperan: aquellas que fueron felices o, por el contrario, inmensamente desgraciadas. Las Navidades que no tuvimos la suerte de tener con aquellas que no fueron las previstas. Todas y cada una de ellas desde que nos permite la memoria. Cuando cierro los ojos todo esto aparece con una nitidez asombrosa: es como si, de un golpe, pudiéramos sentir de nuevo todo aquello que alguna vez nos conmovió. Y otra vez volverán las ganas de llorar y de bailar, y la felicidad y la desdicha y la ilusión y la desesperanza. Viejas cicatrices sobre las nuevas heridas de la vida.

Y, dentro de este hipnótico escenario, la realidad no nos da tregua. Debajo de las mesas adornadas y de las empaquetadas compras, se extiende un país cada vez más pobre. Más miseria pese a las fanfarrias oficiales y más desvergüenza y más desfachatez de una oligarquía que vive absolutamente al margen de nuestros verdaderos intereses. Un país hipotecado y sin futuro. Una nación sin rumbo y sin esperanza. Un modelo social resquebrajado y una carga cada vez más pesada sobre los hombros de los trabajadores. Eso es España en esta Navidad de 2.024. No puedo ser más optimista aunque, podéis creerme, lo intento a diario. Tal vez sea cierto aquello de que el pesimista es el optimista barajando datos objetivos.

A veces, vuelvo a ser el niño que mira el escaparate iluminado de la juguetería.  O aquel hombre que, en absoluta soledad, sigue escribiendo en los cafés unas líneas tristes sobre un papel en blanco. Ya he dicho alguna vez que la Navidad es cosa de otros y que sobre estas Fiestas ya se ha dicho y se ha escrito todo. Mi pluma debería ser más brillante -y mucho más afilada- para mejorar lo que han contado Dickens o Frank Capra. Porque el final de Qué Bello es Vivir es uno de los grandes logros de la cultura occidental y porque, para darte cuenta de eso, tienes que haber leído, visto y vivido mucho. En fin: momentos tristes dentro de un país triste que, sin embargo, todavía encuentra fuerzas para tirar hacia delante y reír con cualquier cosa.

Y es otra Navidad de guerra en Ucrania. Nuestros valores -nuestro mundo- se está enfrentando allí con una de las dictaduras más despiadadas y eficaces -en lo que tiene de control de su propia opinión pública- de la Historia. Seguimos sin darnos cuenta que esas Navidades ucranianas son -en realidad- las Navidades de todos y que la guerra -esa guerra que todo el mundo teme y que parece irremediable- ha comenzado ya en los paisajes helados de Kurajove, Pokrovsk o Kursk. 

Tengo la sensación infame de que, año tras año, vengo diciendo lo mismo en estas fechas. Pero algo en el aire -que no tiene nada que ver con el ambiente especial que sólo la Navidad sabe crear- nos indica que esto se está precipitando, y que todos los anhelos de cambio están confluyendo en nuestra pobre Patria. Yo sigo escribiendo Patria con mayúsculas porque -más que pensar en esta ruina de pena y de desamparo en la que hoy vivimos- pienso en la Patria renacida que vendrá. Nacida al amparo de nuestra pobreza y de nuestro exilio, como aquel Cristo Niño que -año tras año- ha nacido en Belén para la liberación del hombre y para la redención del miserable.

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