Europa encadena en pocos meses una serie de ataques violentos perpetrados por personas de contextos islámicos. De Marsella a Madrid, pasando por Friedland, Villach, Mulhouse o Solingen, los hechos revelan un patrón inquietante: fallos institucionales que permiten que individuos peligrosos permanezcan en libertad hasta cometer actos de violencia que podrían haberse evitado.
El episodio más reciente se produjo el 2 de septiembre en Marsella. Un ciudadano tunecino con residencia legal en Francia inició una ola de apuñalamientos tras ser expulsado de un hotel por impago. Primero atacó al nuevo ocupante de su antigua habitación, luego al gerente y a su hijo, y después a varios clientes en una cafetería y en la calle. Cinco resultaron heridos, uno de ellos en estado crítico, antes de que el agresor fuera abatido por la policía. Aunque algunos testigos señalaron que gritó <<Allahu Akbar>>, la fiscalía antiterrorista no ha asumido el caso y el móvil sigue sin confirmarse.
Pocas horas antes, en la madrugada del 30 de agosto, en Madrid, el centro de menores de Hortaleza volvió a estar en el foco por un hecho estremecedor. Un residente de 17 años fue detenido como presunto autor de la violación de una niña de 14 años en las inmediaciones del parque Clara Eugenia, cercano al centro. La intervención de varios vecinos permitió reducirlo hasta la llegada de la policía. Dos días después, un juzgado de menores decretó su internamiento en régimen cerrado. El caso desató un fuerte debate político y social sobre la existencia y gestión de estos centros, así como la responsabilidad de las administraciones.
El 11 de agosto, Alemania sufrió otra sacudida. En la estación de Friedland, Liana, una joven ucraniana de 16 años refugiada de Mariúpol, murió al ser empujada a las vías del tren por un iraquí de 31 años que arrastraba una orden de deportación desde 2022 nunca ejecutada. Su ADN hallado en la víctima permitió detenerlo e ingresarlo en una unidad psiquiátrica mientras avanza la investigación.
El pasado mes de febrero ya había estado marcado por dos ataques en el corazón de Europa. En Villach, Austria, un sirio de 23 años asesinó a un adolescente de 14 años e hirió a cinco personas con un cuchillo. En su vivienda se halló una bandera del Estado Islámico y las autoridades confirmaron que se había radicalizado rápidamente a través de internet, dejando incluso un juramento de lealtad. Días después, en Mulhouse, Francia, un argelino bajo orden de expulsión mató a un ciudadano portugués de 69 años e hirió a varios agentes al grito de <<Allahu Akbar>>. Fue detenido, y el Gobierno francés acusó a Argelia de negarse repetidamente a aceptar su repatriación, lo que permitió que permaneciera en libertad pese a su historial.
Unos meses antes, en agosto de 2024, Solingen fue escenario de otro ataque: un refugiado sirio cuyo asilo había sido rechazado mató a tres personas e hirió a ocho durante un festival. La Fiscalía Federal atribuyó la masacre a motivaciones islamistas y reveló que su deportación bajo el Reglamento de Dublín se había frustrado.
Estos casos, repartidos entre Francia, Alemania, Austria y España, muestran un patrón inquietante: personas con asilos rechazados, órdenes de expulsión sin ejecutar, antecedentes penales o evidencias de radicalización permanecen en libertad hasta que cometen actos de violencia que podrían haberse evitado. Cada víctima es fruto no solo de la brutalidad de un atacante, sino también de la incapacidad de los Estados para cumplir sus propias decisiones y ofrecer una mínima protección a sus ciudadanos.
Lo ocurrido recientemente debería ser una llamada de atención: Europa se está desmoronando por unas instituciones que han abrazado un <<buenismo progre>> incapaz de hacer frente a los problemas de inseguridad y delincuencia derivados de la sociedad multicultural.