Las personas y los Estados no se definen únicamente por los problemas que enfrentan, sino fundamentalmente por cómo responden a esos problemas. La verdadera esencia de una sociedad no se revela en los desafíos que atraviesa, sino en las decisiones que adopta ante ellos. Son precisamente esas decisiones, políticas y culturales, las que permiten conocer los objetivos últimos, las prioridades reales y la moral de un país. En el terreno de la cultura, y especialmente en la defensa de su identidad, China ha dejado claro que valora y protege sus raíces, sus símbolos, sus tradiciones y su idiosincrasia como nación mucho más de lo que lo hace hoy Europa, especialmente frente al auge del islamismo.
Podríamos detenernos a hablar largo y tendido sobre la pérdida de identidad europea desde un punto de vista filosófico, antropológico o incluso teológico. Existen numerosos estudios, autores y corrientes de pensamiento que han advertido durante décadas del vaciamiento cultural que atraviesa Europa: un continente que ha renegado de sus fundamentos grecolatinos y cristianos, que ha reinterpretado su historia desde la culpa, y que ha convertido la tolerancia en autoanulación. Sin embargo, en este artículo preferimos no quedarnos en el plano abstracto. Optamos por observar hechos concretos, conductas visibles, decisiones institucionales que ilustran con claridad la diferencia entre dos modelos: el de Europa, que se disuelve, y el de China, que se preserva ante el desafío del islamismo.
Mientras en España —y en muchas partes de Europa— abrimos con ligereza, e incluso con un cierto servilismo cultural, nuestras puertas a corrientes e ideologías foráneas que en algunos casos no solo no muestran voluntad de integración, sino que abiertamente aspiran a reemplazar lo nuestro, en otras partes del mundo es diferente. En sociedades como la china, la entrada de elementos externos no se concibe como una amenaza en sí, pero sí se exige que quien llega se adapte al país que lo recibe. No se niega la diversidad, pero lo propio no debe ser sacrificado para acomodar lo ajeno. Son las nuevas realidades, como el islamismo, las que deben encontrar su lugar dentro de un marco cultural ya establecido y legitimado por siglos de historia.
Europa, en nombre de un multiculturalismo mal entendido, ha llegado al punto de normalizar la fragmentación cultural como si fuera una virtud. Ha institucionalizado la idea de que todas las culturas son equivalentes, incluso cuando algunas niegan los valores fundamentales sobre los que se asienta el orden democrático europeo.
China ha optado por el camino contrario. En lugar de diluir su identidad para encajar en esquemas globalistas, ha reafirmado su soberanía cultural dentro de sus fronteras. Y lo ha hecho sin pretensiones de imponer esa cultura fuera de su territorio. Los inmigrantes chinos repartidos por el mundo no exigen que sus países de acogida adopten el taoísmo, los valores confucianos o reconfiguren su arquitectura institucional para acomodar sus costumbres. Pero dentro de su país, el Estado chino sí exige respeto por su tradición, por su cohesión interna y por la continuidad de su modelo civilizacional.
A este proceso se lo conoce como sinización. Lejos de ser una imposición caprichosa, la sinización es una estrategia consciente, desarrollada históricamente por las distintas formas de poder que han gobernado China. Busca mantener la unidad y la estabilidad del país en una sociedad de enorme diversidad étnica y religiosa. Por sinización se entiende que las minorías culturales y las religiones extranjeras, se integren dentro del marco cultural y político chino. No se trata de destruir lo ajeno, sino de evitar que lo ajeno pretenda imponerse a lo propio, convirtiéndose en un factor de fragmentación o de confrontación interna.
Este principio no es nuevo. Aunque el término “sinización” empezó a usarse en el siglo XIX, para describir el proceso de absorción de pueblos como los manchúes o los mongoles en la cultura Han, ya desde tiempos de la China imperial existía esta visión.. Bajo el comunismo, la palabra quedó en segundo plano. Y ha sido con la llegada al poder de Xi Jinping, en 2012, cuando la sinización ha sido redefinida e incorporada como política oficial del Partido Comunista Chino. Desde entonces, y con especial intensidad desde 2016, el proceso ha adquirido una nueva centralidad en el proyecto político de Pekín.
Hoy, todas las religiones que se practican en China deben aceptar el liderazgo del PCCh, integrarse a la cultura tradicional y contribuir activamente a la estabilidad del país. Todas las religiones están sometidas a supervisión institucional. Las iglesias deben registrarse legalmente, los templos no pueden actuar con autonomía, y los clérigos de cualquier confesión son formados por centros autorizados. Pero no todas las religiones son tratadas por igual. El islam es, con diferencia, la más controlada.
La razón de este control más férreo reside en la naturaleza del islam como sistema de vida integral. Para el Estado chino, el islam no es únicamente una religión personal, sino también una estructura de poder, una red global con conexiones políticas, económicas, educativas y religiosas que se extienden más allá de las fronteras nacionales. El islam conecta a sus fieles con países como Arabia Saudí, Irán o Turquía, así como con organizaciones transnacionales que promueven una determinada visión del mundo. Además, su práctica implica contacto regular con el extranjero: desde peregrinaciones a La Meca hasta financiación externa para mezquitas y centros de formación religiosa. Todo esto es percibido por el PCCh como potencial vía de injerencia y radicalización.
En regiones como Xinjiang, habitada por la minoría étnica uigur —musulmanes túrquicos—, China ha vivido episodios de violencia y terrorismo islámico que han reforzado esta percepción de riesgo. Frente a esos desafíos, el gobierno ha optado por una política de sinización particularmente intensa sobre el islam. Quiere evitar que se convierta en un foco de oposición o en un canal de desestabilización.
La sinización del islam en China se ejecuta a través de diversas vías. Mezquitas tradicionales han sido reformadas para eliminar elementos arquitectónicos que remiten al mundo árabe, como minaretes o cúpulas. Se promueve la construcción de templos con estética “chinesa”. El Corán ha sido revisado por comités oficiales para suprimir pasajes considerados incompatibles con los valores socialistas o con la moral confuciana. El idioma árabe ha sido eliminado de muchos centros educativos. Los líderes religiosos musulmanes son formados en instituciones bajo supervisión del Partido. En paralelo, se controla estrictamente la circulación de literatura religiosa, las actividades comunitarias y los vínculos internacionales.
La comparación con Europa es inevitable. Mientras el régimen chino impone límites firmes a cualquier elemento que pueda erosionar su unidad cultural, los Estados europeos se muestran cada vez más incapaces de establecer un marco mínimo de cohesión. Europa permite que se cuestionen sus símbolos, se relativicen sus valores fundacionales, se censuren sus fiestas tradicionales y se desdibuje su historia. Europa ha llegado incluso a penalizar legalmente expresiones de su propia identidad —como cruces, villancicos o referencias cristianas— para no “ofender” a quienes llegan de fuera.
El resultado es una Europa fragmentada, insegura, en la que coexisten comunidades paralelas que no comparten idioma, códigos ni valores. En cambio, China, a pesar de las críticas que recibe desde Occidente, ha logrado preservar su cohesión y evitar los conflictos identitarios. Y lo ha hecho porque ha entendido algo esencial: que una nación que no protege su cultura está condenada a perderla. China ha dejado claro que no va a sacrificar su civilización en nombre de una tolerancia negativa. Ha demostrado que se puede permitir la diversidad sin abandonar la defesa de la tradición cultural. El respeto mutuo solo es posible cuando hay una identidad clara y firme que exigir. Europa haría bien en aprender algo de todo esto, si todavía está a tiempo.