El dato estremece: el síndrome de burnout (el desgaste extremo que sufren miles de trabajadores por la presión constante, la falta de reconocimiento y las malas condiciones) le cuesta a las empresas españolas más de 59.000 millones de euros al año. No se trata de una cifra anecdótica: es el reflejo de un modelo productivo que exprime hasta el límite a las personas y termina devorándose a sí mismo.
Según un estudio reciente, casi la mitad de los empleados en España ha experimentado burnout en algún momento de su vida laboral. El 41 % asegura sentirse estresado de manera habitual, y tres de cada cuatro reconocen que su rendimiento se ve afectado por esa tensión. Sin embargo, solo un 12 % de quienes padecen esta situación pide ayuda psicológica. El resto lo sobrelleva en silencio, con consecuencias tanto personales como económicas.
Las pérdidas se explican de dos maneras: por un lado, el absentismo, ya que el estrés extremo provoca bajas laborales que suman más de 2.300 millones de euros al año; por otro, la caída en la productividad, con una merma estimada del 10 % entre quienes sufren este síndrome. El resultado es demoledor: menos salud, menos motivación y menos futuro para un tejido laboral ya de por sí debilitado.
El burnout no aparece de la nada. Tiene raíces muy concretas: jornadas interminables, plantillas recortadas, salarios estancados, jefes que confunden liderazgo con control, y una cultura empresarial que premia estar siempre disponible pero castiga pedir ayuda. No es casualidad que los sectores más golpeados sean los de hostelería, sanidad, educación, tecnología y también el deporte: trabajos con gran carga emocional, exigencia continua y, demasiadas veces, poca estabilidad.
Ante este panorama, cabe preguntarse: ¿quién paga realmente la factura? El informe lo traduce en miles de millones para las empresas, pero detrás de cada número hay personas que se llevan el estrés a casa, que pierden salud mental, que ven cómo su vida personal se desmorona. El coste humano es incalculable, y mucho mayor que el económico.
El burnout debería ser entendido como un problema estructural, no individual. Hace falta reorganizar los tiempos, repartir mejor la carga, garantizar descansos y apostar de verdad por salarios dignos. Lo contrario es seguir sosteniendo un sistema que se alimenta del sacrificio personal y se desangra en pérdidas multimillonarias.
En definitiva, la factura del burnout no la pagan solo las empresas: la pagan los trabajadores con su salud y la sociedad con su futuro. Y mientras no se ponga la dignidad por delante del beneficio inmediato, esa cifra seguirá creciendo.