Hace ya décadas que el divorcio, en la mayoría de países, pasó a ser una de las vías legales que tienen los cónyuges para disolver su matrimonio, ya sea de mutuo acuerdo o contencioso. Pero este suceso, que se presentaba como una pugna entre los ciudadanos que estaban a favor o en contra y que, en parte, supuso un progreso para nuestras sociedades, no se trató con la debida profundidad. Por ello, ha terminado estableciendo unas preocupantes consecuencias en el presente que se deben analizar, así como sus correlaciones con la natalidad, la nupcialidad, la inmigración y la juventud, y cómo estas terminan atacando a la identidad cultural de los países.
Este no es un artículo a favor o en contra, puesto que sería una posición sesgada para una amplia cuestión como la que tratamos. Evidentemente, la legalización del divorcio es un avance en muchos aspectos, pero, como toda legislación, es un arma de doble filo, y lo que se instauró en beneficio de los ciudadanos, también está suponiendo una banalización en cuanto al matrimonio y la familia. Los motivos principales del divorcio son la falta de compromiso, la infidelidad, el exceso de tiempo dedicado al trabajo, o las peleas y conflictos.
Ya desde la Iglesia Católica se contemplaba la figura de la nulidad matrimonial, en caso de no realizar el matrimonio bajo conciencia plena, libertad completa, los valores del evangelio o bajo la legalidad eclesiástica. Además, se tenía en cuenta la figura de la separación física de los cónyuges, para facilitar una reconciliación futura. Debemos tener en cuenta que, en otras épocas, ciertos valores reaccionarios de la moralidad católica no veían bien el uso de estas figuras y podían ser criminalizadas a nivel social.
Por su parte, la Iglesia Ortodoxa y los protestantes consideraban otra serie de situaciones en las que se podía efectuar el divorcio. Sin embargo, las sociedades no son estancas, y gran parte de la población ya no comulgaba con esos tipos de fe, por lo que se instauró el matrimonio por lo civil, que reconoce a una pareja casada ante las autoridades civiles.
Para tratar la cuestión utilizaremos el ejemplo de España, donde el divorcio se instauró en 1981 y, ya en 2014, se desvelaron unas preocupantes cifras que señalaban que el porcentaje de divorcios superaba el 60%. En la década siguiente, el número de divorcios ha ido disminuyendo mínimamente, pero para explicar realmente el problema, debemos señalar otros factores, como la tasa de nupcialidad, que ha decaído desde hace 40 años, o las graves consecuencias para la natalidad del país y para los hijos de padres divorciados.
En 2022 se registraron 84.551 entre separaciones, divorcios y nulidades, y 179.107 matrimonios, de los que 146.038 fueron de personas con nacionalidad española. En 2020 hubo 77.200 divorcios y 87.481 matrimonios, y en 2019, 91.645 divorcios y 161.389 matrimonios. En la última década, los divorcios han supuesto un porcentaje mayor del 50%.
También hemos de contemplar la figura de las parejas de hecho, las cuales se han ido equiparando legalmente con el matrimonio, obteniendo casi las mismas ventajas, aunque su realización o separación es mucho más banal y sencilla. Cada año aumentan en número, pero, a día de hoy, no podemos deducir la proyección de separaciones que tendrán en el tiempo, aunque sí podemos ver que el porcentaje de hijos en matrimonios es del 64%, mientras que solo es un 48% en las parejas de hecho.
En 1960 la tasa de nupcialidad, número de matrimonios por cada 1.000 del total de habitantes durante un año determinado, era del 7,8, en 1980 bajó al 5,8. Después en el año 2000 volvió a caer al 5, hasta desplomarse en 2021 al 3,11, por lo que es normal que los divorcios bajen en número aunque no bajen en porcentaje.
Otro agravante que se relaciona directamente con el tema a tratar, es el de la tasa de natalidad, total de nacimientos de madre perteneciente a un determinado ámbito en un año concreto por cada 1.000 habitantes, y el del índice de fecundidad, número medio de hijos por mujer. En 1960 la tasa de natalidad era del 21,70%, y el índice de fecundidad del 2,86%. En 1980 la tasa de natalidad cayó al 15,22% y el índice de fecundidad al 2,21, y diez años después en 1990, volvió a disminuir en gran medida con una tasa del 10,32% y un índice del 1,36. En 2023 la tasa volvió a decaer al 6,7 % y el índice al 1,13.
Además, el porcentaje de inmigración ha aumentado de forma exponencial, por lo que la tasa de natalidad de los españoles es aún más baja. Los inmigrantes ocupan el 14% de la población, sin contar los nacionalizados, que representan casi un 5% de la población. A estas cifras se suman los hijos de inmigrantes no asimilados y la inmigración ilegal, que aumentado un 96% este año y que las ONG cuantifican en 800.000 personas. La edad media de una madre extranjera para tener hijos es de 30 años, y su índice de fecundidad es del 1,35, mientras que la media de una española es de 33 años, y su tasa de fecundidad es de 1,12.
Por último, trataremos los daños afectivos y formativo-educativos en los hijos de padres divorciados, quienes sufren un claro menor rendimiento escolar, lo que se traduce en un menor poder adquisitivo en su adultez. También tienen el doble de posibilidades de sufrir trastornos psiquiátricos, gastrointestinales, genitourinarios, dermatológicos y neurológicos que los de familias nucleares, a parte de un mayor consumo de alcohol y drogas.
En 2022 ya nacieron más hijos de mujeres solteras que de casadas, por lo que cada vez más niños crecen en una familia monoparental, en la cual la tasa de enfermedades psiquiátricas se multiplica un 2,1% en niñas y un 2,5% en niños. Los suicidios o tentativas son 2 veces más frecuentes en chicas y 2,3 veces más en chicos. Por último, el abuso del alcohol aumenta un 2,4% en ellas y 2,2% en ellos, y el consumo de drogas es de 3,2 veces más en chicas y 4 más en los chicos.
En el resto del mundo las cifras también son preocupantes. Países como Portugal, Bélgica, Finlandia, Ucrania, Rusia, Francia, Canadá, Italia, EEUU o Suecia rondan una tasa del 50% o mayor, sin apreciarse tampoco ninguna mejora notable en el tiempo. Por lo que nos muestran las estadísticas, podríamos decir que las sociedades occidentales son a las que más está afectando este problema, pero, a la par, podríamos decir que es un fenómeno casi globalizado en las sociedades más desarrolladas.
La diferencia entre un país occidental y un país desarrollado que supere el 40% en el porcentaje de divorcios, como China, es lo que puede suponer el divorcio en cada sociedad. En las sociedades occidentales se acrecienta de forma mayor el problema en torno a la pérdida de identidad cultural, correlacionada con otros problemas, como la disminución de la natalidad, nupcialidad y el modelo migratorio masivo, patrocinados por el cosmopolitismo del bloque estadounidense.
En China, por ejemplo, no existe un modelo migratorio tan descontrolado, ni existe una problemática con la baja natalidad, más bien todo lo contrario. Su política intervencionista les permite regular este tipo de temas manteniendo su cultura. En Occidente, sin embargo, se agrava la situación, ya que una sociedad que pierde la estructura familiar «tradicional» como valor normativo sufre una baja natalidad, lo que impide su perpetuación en el tiempo. Mientras tanto, aumenta en número la población inmigrante y nacionalizada, así como el de sus hijos no asimilados, quienes se segregan o intentan imponer sus culturas, como los procedentes de contextos islámicos. A parte, los inmigrantes tienen una tasa mayor de natalidad que los autóctonos, por lo que la proyección occidental camina hacia la eliminación de la identidad cultural.
Los tiempos han cambiado, las sociedades tal cual las conocíamos también, y el divorcio, que supuso un avance en el siglo pasado, está sirviendo de herramienta al cosmopolitismo para eliminar el sentimiento más primario de comunidad: la familia. En estas sociedades, los oligopolios nos inundan con propaganda, intentando establecer una moralidad única, de la cual los trabajadores adquieren un «pack» ideológico. Crean consumidores dóciles y aislados que respondan a sus intereses individuales y que no tengan una concepción colectiva de ningún tipo, ya sea en el ámbito familiar, en su vecindario, su pueblo o ciudad, su región o su nación. Su finalidad es eliminar la moralidad, las costumbres y los valores tradicionales, y sustituirlos por una cultura del consumo transgresor, al servicio de los grandes capitales, que elimine cualquier actitud revolucionaria.
La familia es un elemento crucial en este modo de producción, para que el trabajador no se individualice, mantenga sus valores y luche por algo mayor que él mismo. Los oligopolios son conscientes de ello, por lo que llevan tiempo introduciendo una serie de dogmas y proclamas que tratan de acabar con ella. Uno de ellos es la hipersexualización de todos los ámbitos, que nos está llevando a primar el instinto por delante de la razón. Otro de estos dogmas es la teoría de género y de las múltiples sexualidades, las cuales nos alejan de nuestra realidad biológica. También el impulso de esta ola de feminismo, que intenta rivalizar al hombre y la mujer para eliminar cualquier componente de clase. Dentro de estos dogmas se establecen las proclamas a las cuales hacemos referencia, como que los hijos son una carga, que hay que vivir el momento y hacer lo que te apetezca, que la juventud está para salir de fiesta y pasárselo bien o que el ser humano es malo y solo destruye el planeta, e incluso que tener familia es algo fascista.
La familia es la primera forma de comunidad en la cual se organiza un pueblo, una ciudad, una región y, por último, una nación. Sus ciudadanos deben tener claro que, pese al esfuerzo que mantener una familia supone, esta es completamente necesaria para que nuestras sociedades no se transformen en masas líquidas dirigidas al completo por los intereses del cosmopolitismo.
Es obvio que, en esta época, el modelo de familia ha cambiado, pues estas pueden estar compuestas por parejas del mismo sexo, parejas que no se plantean tener hijos o casarse, familias monoparentales o, como en la mayoría, familias en las que la mujer aporta a la economía familiar. Pero esto no quiere decir que haya que criminalizar a la familia «tradicional», sino adaptarla a los avances presentes, sin renunciar a nuestra realidad biológica y manteniendo los valores de progreso como la fidelidad, la lealtad o el honor.
Se trata de primar lo colectivo por encima de la individualidad, intentando que el divorcio se reduzca al mínimo, con la vista puesta en el desarrollo de nuestro legado como nación. La visión cosmopolita de «ciudadano de un lugar llamado mundo» no tiene un sentido material, puesto que la realidad es que somos hijos de nuestros padres, nietos de nuestros abuelos y el legado de nuestra tierra. Y, pese a que nos quieran convencer de lo contrario, es nuestro deber no renunciar a nuestra familia y a nuestro carácter nacional, y entender la necesidad de preservarlos.
Para concluir, diremos que el divorcio siempre mantendrá su parte productiva y práctica en las sociedades, pero, al mismo tiempo, los Estados deberán concienciar a sus ciudadanos para que efectúen un correcto uso de este y no se banalice. Tiene que ser una herramienta que se utilice bajo situaciones concretas y justificadas, bajo una moralidad social productiva que mire por el desarrollo del conjunto, y no por la satisfacción individual propia del liberalismo.
La población debe entender cómo el divorcio se correlaciona con la natalidad, la nupcialidad y la juventud. Tiene que ser consciente de cómo el cosmopolitismo intenta avasallarla con ideas individualistas y consumistas para que renieguen de cualquier forma de comunidad. El propósito no es otro que, con el tiempo, acabar con su homogeneidad como nación, para así, poder aprovecharse de sociedades líquidas y sin capacidad de reaccionar a las eventualidades que se les pongan delante.
Es necesario proteger y fomentar la familia.
Un artículo muy atinado.