En los últimos años, la criminalidad en España ha seguido una tendencia creciente que preocupa a vecinos, cuerpos policiales y expertos en seguridad. Al igual que en otros países europeos, barrios antes tranquilos y de clase media comienzan a degradarse, empujados por el aumento de la precariedad laboral y una gestión migratoria ineficaz.
Mientras tanto, los discursos oficiales y los medios alineados con el poder insisten en proyectar una imagen de normalidad. Pero quien camina por cualquier barrio obrero o centro urbano sabe que esa versión edulcorada dista mucho de la realidad: peleas, robos, apuñalamientos y grupos de jóvenes que siembran el miedo sin mostrar intención alguna de integrarse ni de contribuir positivamente al entorno.
Cada vez más ciudadanos aseguran no reconocer sus propios barrios, lugares donde hasta hace pocos años podían salir a la calle sin miedo. Aunque las causas de este deterioro son múltiples, excluir de la ecuación los factores más determinantes —como la nacionalidad de los condenados en ciertos delitos— no es solo un error, es una forma de encubrir el problema.
Para algunos sectores, generalizar sobre los hombres como potenciales agresores es válido, pero mencionar datos oficiales sobre delincuencia según nacionalidad es inmediatamente tachado de fascista, aunque se trate de cifras del Instituto Nacional de Estadística. En muchos casos, la corrección política pesa más que los hechos.
Los últimos datos disponibles del INE muestran que, en España, hubo 739 condenados por homicidio. De ellos, 133 eran africanos, 82 americanos, 9 asiáticos y el resto españoles. En cifras absolutas, los españoles encabezan el número de condenas, pero cualquier análisis serio exige valorar los datos en términos relativos. Cuando se ajustan las cifras a la población de cada grupo, el panorama cambia radicalmente. Entre los africanos residentes en España, el 0,015 % fue condenado por homicidio. Entre los americanos, el 0,0055 %. Entre los asiáticos, el 0,0027 %. Entre los españoles, el 0,0017 %. Los datos son contundentes: proporcionalmente, los africanos cometen nueve veces más homicidios que los españoles.
Lo mismo ocurre en los delitos contra la libertad sexual. En cifras absolutas, los españoles registraron 2.369 condenas. Pero en términos relativos, la proporción entre los africanos es abrumadora. Mientras que entre los españoles fue del 0,005 %, entre los africanos alcanzó el 0,038 % y entre los americanos, el 0,026 %.
Una vez más, los datos desmienten los discursos complacientes. Y si los delitos sexuales son especialmente sensibles en términos de opinión pública, sorprende más aún el silencio institucional sobre las nacionalidades implicadas.
En cuanto a robos con violencia, las cifras vuelven a reflejar una sobrerrepresentación de ciertos grupos. Un 0,01 % de los españoles ha sido condenado por este tipo de delito, frente al 0,037 % de los americanos y un llamativo 0,26 % entre los africanos. Es decir, proporcionalmente, los africanos cometen este tipo de delitos 26 veces más que los españoles.
Los datos están ahí. Ignorarlos no solo perpetúa el problema, sino que castiga doblemente a los ciudadanos de a pie: a los que conviven con el miedo y a los inmigrantes que sí se esfuerzan en integrarse, pero que ven cómo el tabú mediático y político impide separar el trigo de la paja.
Aceptar la realidad no implica criminalizar a colectivos enteros, sino permitir un debate honesto basado en hechos. Es precisamente esa ausencia de debate lo que alimenta el hartazgo social, la desafección política y el crecimiento de discursos extremos. Negar las cifras o maquillarlas no hace que desaparezca el problema, simplemente lo oculta bajo una capa de corrección política que solo favorece a quienes no lo sufren en carne propia.
Cuando las instituciones se niegan a llamar a las cosas por su nombre, cuando los medios ignoran lo que muchos ciudadanos viven día a día, se rompe el contrato de confianza entre gobernantes y gobernados. Y en ese vacío, en esa desconexión entre el relato oficial y la experiencia cotidiana, germina una tensión social que tarde o temprano acabará estallando.
Por eso, más que nunca, hacen falta políticas valientes, datos transparentes y medios independientes. Porque sin verdad no hay diagnóstico posible, y sin diagnóstico, no hay solución.