Cuando ocurren situaciones como el reciente asesinato cometido por un hombre peruano de 26 años, que apuñaló a su expareja de 25 años y a la hija de ambos de 5 años en Carabanchel, es común que los medios de comunicación traten de evitar, por cuestiones de «corrección política», mencionar la nacionalidad del agresor.
La costumbre no solo se limita a los medios de comunicación, también se traslada a la mayoría de los políticos, sobre todo los de corte “progresista” o la llamada izquierda, que evaden el uso de gentilicios con la excusa de no estigmatizar al migrante.
Lo cierto es que nos encontramos ante la imposición de la posverdad, esa que nos dicta que los datos objetivos tienen menos importancia que las opiniones y emociones.
Cualquier investigación seria que busque aproximarse lo más posible a la verdad se nutre de datos, aquellos que desafían el relato y el romanticismo. Los números no mienten, pero al parecer, para algunos, sí oprimen.
El relato que se intenta preservar al apelar a los sentimientos y a la corrección política en cuestiones de inmigración y criminalidad es el del «maravilloso mundo de las fronteras abiertas», donde el paso sin restricción de cualquier persona, en cualquier momento, bajo el lema de la solidaridad y el respeto a los derechos humanos, se presenta sin consecuencias.
Consecuencias que no se limitan a crímenes “normales” sino también a la infiltración del terrorismo islámico, como el sonado caso de días recientes en que la Guardia Civil detuvo a dos hermanos de nacionalidad brasileña por la presunta comisión de delitos de terrorismo y su presunta vinculación a DAESH.
Los datos nos revelan el escenario que nos quieren ocultar. Según las cifras del Instituto Nacional de Estadística, de un total de 426416 delitos cometidos en 2022 en el país, 84873 fueron cometidos por inmigrantes. Teniendo en cuenta los datos de la Encuesta Continua de Población (ECP), que revela que la población inmigrante en el país representa un 13,3% de la población, nos enteramos de que el 19,9% de los delitos son cometidos por un grupo que representa apenas más de una décima parte del total poblacional. Obviamente, estamos ante un problema.
Las cifras también nos señalan que los grupos de inmigrantes donde prevalecen las prácticas delictivas son los provenientes de América (36937) y África (36289). Esto no es raro, estamos hablando de regiones donde la violencia y criminalidad son pan de cada día, pero para no caer en el vicio del cuento, nos vamos a las cifras.
El continente africano concentra los peores índices de criminalidad (cantidad de infracciones criminales por cada mil habitantes) en el mundo. Entre 2018 y 2022, se han registrado más de 44000 incidentes violentos de todo tipo, que han resultado en más de 71000 muertes. Estos incluyen ataques armados, que han representado más del 68% del total, y dentro de estos, los ataques terroristas han constituido el 65%.
En el caso de América Latina, la realidad no es mejor, sobre todo en los países de donde procede la mayoría de los inmigrantes que llegan a España. El continente americano registra, según datos de la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito, el 37% de los homicidios a nivel mundial, según indica el estudio. La gran mayoría de estos casos ocurren en América Latina, que representa apenas el 8% de la población global.
Desde el año 2000, más de 2,5 millones de latinoamericanos han sido víctimas de homicidios violentos, según datos del Instituto Igarapé, un centro de análisis con sede en Brasil. Entre el 25% y el 70% de todos los homicidios a lo largo del continente se producen por bandas armadas.
Es comprensible que las personas huyan de conflictos y lugares donde no hay más alternativas que morir de hambre o de un balazo. Eso puede entenderse. Lo que no puede permitirse es que quienes llegan a España importen, o traten de emular, el infierno del que están escapando.
Según las cifras del Ministerio de Interior, en 2022, la Policía y la Guardia Civil detuvieron alrededor de 1400 personas relacionadas con bandas latinas en Madrid. El 37% de ellos son menores de edad. Dominican Don’t Play, Trinitarios, Ñetas y Latin Kings forman parte de las 600 bandas juveniles violentas distribuidas por toda la geografía española, siendo importaciones de un problema latinoamericano que está afectando negativamente a barrios trabajadores en zonas como Chamartín, Carabanchel, Fuencarral o Usera.
Sitios donde se convivía en paz están en camino de asemejarse a Tegucigalpa, San Pedro Sula, Guayaquil u otros lugares al otro lado del Atlántico donde el crimen reina descontrolado.
El Gobierno ha evitado utilizar el término «bandas latinas», que es lo que son, y las ha denominado simplemente como «bandas juveniles». Ya saben, por eso de no estigmatizar, ser políticamente correctos y tratar de ocultar con perfume barato el olor a podrido.
Hay que quitarse los complejos y decir la verdad. Las fronteras no se están abriendo sin restricciones solo para personas que vienen huyendo de la miseria y la muerte, sino para permitir el paso y establecimiento en suelo nacional a aquellos que escapan de escenarios diversos. Los números no mienten, ni entienden de sentimientos. Y las cifras ahí están.