La inteligencia artificial se vende como el gran salto del siglo. Una tecnología capaz de escribir, crear arte o tomar decisiones sin intervención humana. Pero detrás de esa fachada brillante hay miles de personas haciendo el trabajo sucio: limpiar datos, etiquetar imágenes, moderar contenidos. Todo lo que las máquinas aún no pueden hacer.
Se les llama data workers, aunque lo que hacen se parece más a una cadena de montaje digital. Trabajan desde Filipinas, Kenia, Venezuela o India. Gente que pasa horas frente a una pantalla revisando material violento o pornográfico para que los algoritmos <<aprendan>> a distinguirlo. Muchos cobran menos de dos dólares por hora, sin condiciones de trabajo estable ni derechos laborales básicos.
El discurso oficial dice que la IA liberará al ser humano del trabajo repetitivo. La realidad es que solo ha desplazado ese trabajo a otras manos, más pobres y más invisibles. Es la nueva cara del capitalismo digital: los datos como materia prima, y el trabajo precario como combustible.
Algunos de estos empleados acaban con estrés, ansiedad o insomnio tras ver miles de imágenes perturbadoras al día. Otros viven sabiendo que su esfuerzo sostiene a las grandes tecnológicas, pero que su nombre nunca aparecerá en ningún sitio. Su trabajo es invisible, pero absolutamente imprescindible.
Mientras tanto, las grandes empresas del sector (las mismas que llenan titulares hablando de ética e innovación) siguen externalizando a subcontratas en países pobres, donde los salarios y las condiciones laborales son una miseria. Un modelo que repite las desigualdades del mundo físico, solo que ahora con una capa de barniz digital.
La inteligencia artificial puede ser útil, incluso transformadora. Pero también muestra un espejo incómodo: ¿progreso para quién? Porque detrás de cada algoritmo hay una cadena humana precaria sosteniendo su peso. Y aunque las máquinas parezcan autónomas, siguen alimentándose de lo mismo de siempre: mano de obra dócil y barata.