En el debate de las elecciones generales de 2023, Santiago Abascal preguntó a Yolanda Díaz qué es una mujer, y ella le respondió con la misma pregunta, sin que este supiese tampoco qué decir al respecto. Ninguno de los dos fue capaz de responder una cuestión básica: qué es una mujer.
El pasado 16 de abril, el Tribunal Supremo del Reino Unido dictó una sentencia que aclaraba que una mujer es una persona del sexo femenino y no un sentimiento. El caso respondía a una disputa entre el grupo For Women Scotland y el gobierno escocés, que pretendía incluir a hombres con «certificado de género» en espacios legalmente reservados para mujeres. El fallo fue claro: la Ley de Igualdad de 2010 se refiere al sexo biológico, no a lo que alguien diga sentir.
Este pronunciamiento marca un punto de inflexión en una batalla cultural dominada durante años por la ideología queer, nacida en universidades privadas de Estados Unidos y promovida por el progresismo institucional, con financiación pública y apoyo de grandes capitales. Esta corriente queer, sostiene que el sexo es irrelevante y que basta con declararse mujer u hombre para serlo.
Esta narrativa ha calado en leyes, organismos e instituciones, generando consecuencias graves: en el deporte, donde mujeres compiten en desventaja frente a varones; en cárceles, donde internas comparten espacio con hombres que se identifican como mujeres; en la eliminación del término «mujer», sustituido por eufemismos como «persona gestante», etc.
Frente a esta imposición, ha surgido una resistencia firme, especialmente entre mujeres trabajadoras que rechazan ser borradas por una ideología que niega la realidad del sexo. Una lucha que fue silenciada durante años, pero que hoy gana visibilidad.
El fallo del Supremo británico no es sólo una victoria legal: es una señal de que recuperar el sentido común es posible. Nombrar la realidad no es odio. Decir que una mujer es una mujer no es radicalismo. Es dignidad, es verdad y el primer paso para reconstruir una política anclada en la realidad material.