miércoles, mayo 28, 2025

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Sesenta y dos años

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Mi padre no llegó a los 62 años. Cuando murió -alrededor de los 55 largos- ya había formado una familia, tenía una carrera consolidada y un trabajo más que estable, y tan sólo las preocupaciones propias de una y otro. Jamás conoció el lorazepan, el escitalopran o la viagra. Yo llego a los 62 años en este mes de junio. En una España muy distinta a la de mi padre y dependiendo para el pago de mis facturas -a eso me han llevado mis escasos conocimientos y mi más que nula visión comercial- de que pase cada mes por mi puerta una cohorte de clientes variopintos y, generalmente, maleducados. Unos clientes que tan sólo tienen entre sí dos ejes comunes de actuación: primero, arreglar su asunto -lógicamente- y segundo, constatar diariamente mis errores por si se pudiera plantear -la dulce lotería de la vida- una reclamación en el Colegio de la Abogacía para, de esa forma, tapar sus carencias financieras por medio de mi seguro obligatorio de responsabilidad civil. Por ahora, y por fortuna, han tenido más éxito en la primera de sus intenciones que en la segunda.

Y así hemos ido llegando hasta acá. Atesorando recuerdos y experiencia y comprobando -de primerísima mano- cómo se ha transformado aquella vieja España en la que nacimos en un mundo hosco, empobrecido, putrefacto, inculto, enfrentado y miserable. Una sociedad regida por responsables irresponsables y mentirosos, de muy baja estofa, y por robaperas carentes de cualquier referente moral de primer orden. Un perverso entramado frente al que sólo reaccionan –reaccionamos– los eternos disconformes de la oposición organizada.

La España en la que nacimos tal vez fuera tan mala como esta. Pero a nosotros siempre se nos vendió una idea que -a la postre- ha resultado ser más falsa que la honestidad del Presidente Sánchez. La idea de que el paso del tiempo -con sus avances sociales y con sus logros tecnológicos- debía de conducirnos a un futuro más cómodo y feliz. El mantra del progreso que nos aseguraba una vida tranquila, próspera y luminosa por el mero transcurso de los años. Esta ha sido -de entre todas las mentiras que nos hemos tenido que tragar- tal vez la más clamorosa y execrable. Aquí estamos. Siempre con la ventana abierta -de par en par- sobre el valle de la incertidumbre y siempre a la espera de nuevas y desconocidas emboscadas.

Uno llega a mi edad con el trastero lleno. Con el desván repleto de sueños malogrados y de desesperanzas clamorosas: de las mentiras, de las voces nunca olvidadas de los que se marcharon, de los desengaños que dolieron y de los otros, y de los mares estériles de singladuras nuevas. Uno llega a mi edad con la maleta llena de cachivaches rotos y de viejos proyectos y sin tan siquiera poder contar –oh ancianos de las viejas historias– con el plácido sosiego de las canas: cuánta vergüenza acumulada y cuánta humillación; cuántas letras juntadas, cuanto hastío y cuánto desencanto y cuántos malos momentos y también cuántos buenos. Y lo pavoroso -lo verdaderamente pavoroso- es que todavía no se ha cerrado el libro.

Sin embargo, en medio de la niebla de estos tenebrosos océanos, surgen a veces destellos de luz deslumbrante. Y uno vuelve a ser joven en la mirada decidida de aquellos que continúan luchando.

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