Irene Cano: la guardiana del discurso público en España
En España existen figuras cuya influencia es enorme y, sin embargo, su presencia pública es casi invisible. Ese es el caso de Irene Cano, directora general de Meta en España y Portugal desde 2012. En un país donde las redes sociales moldean la conversación pública, la opinión política y el consumo informativo, Cano es —sin exagerar— la persona más cercana al interruptor digital que sostiene buena parte del debate nacional. Y aun así, fuera del sector tecnológico, casi nadie sabría reconocerla. Meta —matriz de Facebook, Instagram y WhatsApp— es un gigante global, pero su impacto es profundamente local. Ahí es donde la figura de Irene Cano se vuelve relevante… y también polémica.
Cano representa a una de las Big Tech más poderosas del mundo en un país especialmente sensible al clima informativo. En entrevistas suele hablar de digitalización, liderazgo, conciliación y futuro tecnológico. Su tono es amable, corporativo, casi aséptico. Nada en su discurso remite a grandes batallas ideológicas. Pero el debate no está en lo que dice, sino en lo que encarna. Porque, le guste o no, Irene Cano es la cara visible de una empresa que decide qué se puede publicar, qué se oculta, qué se penaliza y quién puede expresarse con normalidad en la plaza pública digital. Eso la convierte en un personaje inevitablemente político, aunque ella no se presente como tal.
España vive desde hace años una polarización intensa. Inmigración, memoria histórica, género, pandemia, guerras culturales… todos estos asuntos son explosivos en la conversación pública. Y son, precisamente, las áreas donde las normas de Meta resultan más restrictivas. Aquí aparece la primera gran controversia: creadores, periodistas independientes y cuentas conservadoras o simplemente “no woke” denuncian cierres de perfiles, caídas abruptas de alcance y sanciones sin explicación. Y, en casi todos esos casos, el nombre que circula es el suyo: “Irene Cano, responsable de Meta Iberia”. Es evidente que ella no pulsa un botón para cerrar cuentas. Pero la responsabilidad simbólica recae sobre la oficina española que dirige. Y esa percepción importa.
La respuesta oficial de Meta es siempre la misma: “Aplicamos nuestras políticas globales de manera coherente. No hacemos política. No censuramos opiniones.” Pero ese mensaje no convence a quienes ven hundirse su alcance cuando critican leyes del Gobierno, cuestionan agendas identitarias o tratan temas de seguridad y migración. La moderación algorítmica funciona con criterios que, en la práctica, castigan más ciertos discursos que otros. De ahí nace la sensación —no siempre justificada, pero sí ampliamente extendida— de que en España Meta aplica las normas de forma más estricta que en otros mercados.
Su figura encarna una paradoja fascinante: no tiene perfil político, no expresa posiciones ideológicas, no participa en debates públicos, pero su empresa determina quién tiene voz en la conversación nacional. Ese poder silencioso es, en muchos casos, más determinante que el de un cargo político. Y plantea un dilema: ¿Debe una ejecutiva no electa tener más capacidad para modular el discurso público que un ministro o un parlamentario?
Meta no es una editorial, pero tampoco una plataforma neutral. Toda moderación implica un criterio —a veces ideológico, a veces técnico, siempre subjetivo— que delimita lo decible y lo indecible. Por eso las críticas contra Cano reflejan un problema mucho más profundo: ¿Quién fija las reglas del debate público? ¿Quién controla la llamada “seguridad” informativa? ¿Debe un país aceptar que una empresa extranjera decida qué discursos quedan dentro o fuera del espacio público? El nombre de Irene Cano aparece porque necesitamos personalizar un conflicto estructural: las Big Tech ejercen un poder político sin haber pasado por las urnas.
No es una villana globalista ni una conspiradora silenciosa. Tampoco una mártir del sector tecnológico. Es la representante local de un sistema global que ha colonizado la conversación pública. Su poder no nace de su ideología, sino de su posición. Las polémicas que la rodean son, en realidad, el reflejo de una tensión mayor: España —como toda Europa— vive el choque entre la soberanía democrática y el poder privado de las plataformas digitales. Irene Cano es simplemente el rostro más visible de ese conflicto.