Medio siglo del Régimen del 78 y un silencio incómodo: Juan Carlos I desaparece del relato oficial
Cincuenta años después del inicio del Régimen del 78, España asiste a un fenómeno tan llamativo como preocupante: se critica la arquitectura política heredada de la Transición, pero al mismo tiempo se pretende borrar de la memoria pública a uno de sus protagonistas esenciales: Juan Carlos I.
Un país puede cuestionar su pasado, pero no reescribirlo selectivamente.
La monarquía parlamentaria nació en un contexto muy concreto: un Estado que necesitaba estabilidad, moderación y un punto de equilibrio para salir del autoritarismo sin entrar en una ruptura traumática. Ese papel —guste o no— lo desempeñó Juan Carlos I. Fue él quien pilotó la transición institucional, quien facilitó la legalización de partidos, la apertura política, y quien asumió riesgos personales que hoy muchos prefieren ignorar porque no encajan en el relato actual.
El problema no es la Corona. El problema es un Régimen del 78 que, tras cinco décadas, conserva muchos de sus defectos originales: opacidad, lentitud para reformarse, y una tendencia crónica a esconder debajo de la alfombra todo aquello que incomoda a las élites políticas.
Y, paradójicamente, uno de los grandes damnificados de esa opacidad es precisamente quien dio forma al sistema.
Hoy se celebra el aniversario de la monarquía parlamentaria con discursos que hablan de “institución moderna”, “continuidad” y “estabilidad”. Pero hay un silencio ensordecedor alrededor de quien fue decisivo para que España pasara de la dictadura a la democracia.
Juan Carlos I ha sido reducido a una nota al pie, como si su figura no hubiera marcado —para bien y para mal— el destino político de una nación entera.
El Régimen del 78 funciona así: aprovecha sus símbolos cuando conviene y los esconde cuando estorban. Pero una democracia madura no puede permitirse ese tipo de amnesia selectiva.
Si España quiere debatir su modelo político —y probablemente ya es hora de hacerlo— ese debate debe partir de la verdad histórica, no de un relato higienizado para acomodar intereses presentes.
La Corona, en cambio, ha mostrado más capacidad de adaptación que muchos de sus críticos. Felipe VI ha asumido un rol institucional claro, discreto, firme en momentos de crisis, y ha tratado de mantener la neutralidad que la Constitución exige. En un país cada vez más polarizado y con instituciones en desgaste, la monarquía sigue siendo uno de los pocos elementos estables que quedan en pie.
Por eso resulta especialmente injusto que se atribuyan a la Corona las debilidades que corresponden al Régimen del 78. El sistema necesita reformas profundas, necesita revisar sus contradicciones, y necesita asumir —sin miedo— que los consensos de 1978 ya no son sagrados.
Pero nada de eso exige borrar a Juan Carlos I de la historia. Al contrario: exige reconocer su papel para poder entender qué funcionó, qué falló y qué debe cambiar.
Un país adulto no es el que idolatra ni demoniza a sus protagonistas, sino el que los recuerda sin trampas. Y si España quiere encarar los próximos cincuenta años con claridad, lo primero es dejar de maquillar los últimos cincuenta.