27 de noviembre de 2025

La política española y su lenta —pero evidente— degeneración

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La política española y su lenta —pero evidente— degeneración
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La decisión del Tribunal Supremo sobre si enviar a prisión a José Luis Ábalos y a su exasesor Koldo García no es solo un episodio judicial más. Es, sobre todo, el síntoma visible de una enfermedad mucho más profunda: la progresiva degeneración de la vida política española.

El caso de las mascarillas, con comisiones, intermediarios de dudosa trayectoria y estructuras paralelas manejadas desde despachos públicos, demuestra que los límites éticos del poder se han ido diluyendo hasta casi desaparecer. Que un exministro del Gobierno y su mano derecha se sienten ante el Supremo para saber si dormirán esta noche en su casa o en una celda no debería normalizarse. Pero lo hemos normalizado.

Lo más grave no es que exista la corrupción —existe en todos los países—, sino que en España ha dejado de sorprender. El ciudadano ya no se indigna: asume resignado que el sistema está diseñado para proteger a los mismos mientras los escándalos caen como una lluvia interminable. El problema es estructural, no coyuntural.

La carrera política, antaño asociada al servicio público, se ha convertido en un ecosistema donde se asciende no por mérito, sino por lealtad; no por capacidad, sino por obediencia; no por ética, sino por utilidad. El caso Ábalos-Koldo desnuda esos vicios. No hablamos de un accidente: hablamos de un modelo. Un modelo donde los partidos son máquinas de poder, no de representación. Donde las instituciones parecen más preocupadas por blindarse a sí mismas que por depurar responsabilidades. Donde se confunden cargos con privilegios, y responsabilidades con impunidad.

El País recoge que Ábalos podría perder 100.000 euros de indemnización si ingresa en prisión. Esa cifra, en un país con salarios estancados y jóvenes sin futuro, ilustra mejor que ningún editorial la brecha entre el ciudadano común y la élite política. Una élite que nunca afronta las consecuencias reales de sus actos, porque las estructuras del poder se han convertido en un colchón de seguridad permanente.

La pregunta que deberíamos hacernos no es qué hará hoy el Supremo, sino cómo hemos llegado hasta aquí. Cómo ha sido posible que la política española haya mutado en un teatro de sombras donde la ética es un decorado y la corrupción, un actor fijo. ¿Qué democracia puede sostenerse cuando la confianza en los representantes está corroída hasta el hueso?

Hoy Ábalos y Koldo están ante el Supremo. Mañana serán otros. El patrón se repite porque el sistema lo permite. Y mientras no se reforme desde la raíz, España seguirá asistiendo a esta interminable procesión de escándalos, declaraciones y comparecencias judiciales, como si la corrupción fuera un clima y no una decisión.

Esta no es solo la historia de un exministro y su asesor. Es la historia de un país que ha perdido el sentido de la responsabilidad pública. La política española no está en crisis: está en decadencia. Y lo peor es que quienes podrían corregirla son precisamente quienes más se benefician de que todo siga igual.

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